Otro decálogo más

Como son ya unos cuantos los decálogos que circulan para curar o paliar este vicio de la escritura, no me sustraigo a añadir otro que aumente la turbamulta de los preceptos. Como siemprte, en este país no ha de quedar por códigos y normas, sino por ganas de cumplirlas, hacerlas cumplir o toimarlas en serio siquiera, asi que allá va sin mayor cargo de conciencia:


1- Hay que leer a Kapek.


2- Hay que leer a Stanislaw Lem.


3- Hay que leer a Neruda, pero al de verdad, no tanto a Neftalí Reyes. AL DE VERDAD.


4- Hay que entender que nuestro nuevo mundo por descubrir es centroeuropa y no tanto las américas.


5-Hay que leer a los amantes del mal, y esos ya no son los que se llamaron malditos en su día y hoy están perfectamente establecidos en su hornacina, sino a gente como Ewers, o Papini, irredentos todavía.


6-Hay que renovar la rebelión y dejar de creer que lo incorrecto de hoy es lo mismo de ayer. Quizás hoy rebelarse sea rezar un rosario, por ejemplo. Quién sabe...


7-Hay que tener algo de asesino, o nuestras letras no perdurarán.


8-Hay que creer. En lo que sea, pero creer. Un escritor sin fe es un auxiliar administrativo.


9- Hay que hablar del ser humano como es, y no como nos gustaría verlo. Hay que dejarse de moralinas, y de deseos prohibidos. Un deseo prohibido de otro tiempo era tener dos esposas. Ahora un deseo prohibido es ser rico y ostentarlo.


10-El lector siempre es más rápido que tú. Tarda una tarde en leer lo que tardaste un año en escribir. No lo busques. él te alcanzará si quiere.

Impotencia y nihilismo


La duración del hombre y la de sus obras parecen demostrarse magnitudes inversas.


Cuando vivir treinta o cuarenta años era la única pretensión razonable, las generaciones se empeñaban una tras otra en construcciones descomunales que han llegado luego a milenarias. Hoy, que el que viene al mundo puede contar con que vivirá ochenta años si no tiene demasiada mala suerte, triunfa la provisionalidad como nunca antes en forma de objetos y construcciones que aspiran a renovarse hasta dos y tres veces a lo largo de la vida de su artífice.

Dejando a un lado consideraciones más prosaicas sobre sistemas económicos y creencias religiosas dominantes, se me ocurre que semejante fenómenos puede deberse a que el hombre se va ahora del mundo hastiado de tanto vivir, en medio de una vejez convulsa que antes no llegaba a conocer.


En otros siglos, los poderosos, los que tenían capacidad de decidir sobre lo que podía y no debía hacerse, se iban del mundo amándolo todavía y trataban de prolongar sus días en piedras e inscripciones; hoy, cuando son las enfermedades degenerativas las que deben obligarlos a descender a la tumba, se van tan vacíos, tan ahítos de rencor por la inmortalidad que no alcanzaron, que sólo dejan tras de sí las babas de su fracaso.


Tal vez el nihilismo sea eso: un modesto reconocimiento de que no se es capaz de hacer nada perdurable.


Una rendición gruñona.

Aburrimiento y justicia


El aburrimiento es una cósmica expresión de la justicia, un agujero negro en el alma que absorbe los deseos y la fuerza creativa, arrastrando todo impulso hacia los pedregales de la molicie. No viene por que sí, ni elige sus víctimas al azar: sólo acude cuando se le ha llamado largamente, a conciencia, y se le ha preparado una cómoda morada de vacío y abandono.
Todo muy poético, sí, dulcemente destructivo cuando le ocurre a uno mismo, pero, ¿qué hacer cuando las personas a que uno quiere son víctimas de este mal? Imposible entonces sustraerse a la impresión de que la culpa es en parte propia, imposible entonces sacar fuerzas del conocimiento del mal para ponerle un remedio.
Cuando las personas a las que uno ama se aburren sólo queda aburrirse con ellas, como harían los mediocres, o sacarlas de su estado a duros aguijonazos, que a veces nos duelen más a nosotros que quienes los reciben.
Pero el aburrimiento no entiende más razones que el dolor, y a cada uno se le ha de hablar en el lenguaje que mejor comprende.

Los abandonados


Vivimos en tierra de emigrantes, que es tanto como decir en piedras solas, en una geografía desangrada. Acabo de escribir una carta a un amigo que se marchó, y que a buen seguro no volveré a ver con la frecuencia de antes, y me da por pensar que esta dispersión no agota sólo nuestra economía, sino también nuestro espíritu.
Quedarse en León es hacerse viejo en cierto modo, porque son los viejos los que cada día están más solos después de ir enterrando a los que fueron sus amigos, sus compa eros de trabajo, risas, juegos y amoríos. Aquí los enterramos en Madrid, en Barcelona, en Zaragoza, y aunque regresan a veces atraídos por la ouija navideña o los conjuros de Pascua, enterrados permanecen para nosotros, que poco a poco nos quedamos sin cosa que decirles, sin vida que compartir con sus espectros.
Y son tristes los fantasmas de los vivos...

Pensamiento científico



Conviene de vez en cuando darse una vuelta por las matemáticas, o por la física, o por cualquier disciplina científica, armada como tal de normas inmutables y conductas predecibles, para no perderse en el absurdo malabarismo metafísico, puramente intelectual, en que todo es posible y a la postre tan probable como uno quiera.
Conviene estrellarse de cuando en cuando con una ecuación, irreductiblemente tozuda en mantener sus principios, con una reacción química, con un tiro parabólico si se me apura, para no creer que es posible obtener cualquier cosa de la razón, que las ideas suman necesariamente lo que uno les exige, o que los argumentos caen siempre donde nosotros queremos, por arte, magia y artificio de nuestro poderoso intelecto.
Quizás por eso no acabo de fiarme del todo del pensador que desconoce la ciencia, del hombre de letras que se dice puro reconociendo de ése modo su ignorancia, que se llama humanista porque cree que el hombre piensa pero no construye, que ofrece más credibilidad a las ideas de un abogado que a las de un ingeniero.
En el mundo de las ideas todo es verosímil, incluida aquella escapatoria de Hume, gatera lógica, según la cual nada es aprehensible porque nuestros sentidos nos engañan. Calderón dijo lo mismo y lo dijo mejor, según yo pienso, porque le bastaron unos versos para afirmar que el hombre que vive sue a lo que es hasta despertar.
Despertemos pues de la borrachera de la razón y antes de pensar, démonos una vuelta, un breve paseo por la ciencia, porque igual de incapaz de sostenerse puede ser un razonamiento que un puente, pero tiendo a creer que el que hace puentes pone más cuidado, de suyo, en no pensar con negligencia.
Por la cuenta que le trae, más que nada.

El hombre asfaltado


La civilización, que ha talado bosques y allanado montes, que ha ideado la medicina, la industria y el macramé, creó también una especie distinta de ser humano, mucho antes de que pensara posible la ingeniería genética: el hombre asfaltado, el que reniega de sus más íntimos impulsos por considerarlos irracionales, el política, económica, religiosa, estéticamente correcto, el que es sólo sociedad y no individuo. Pertenece y no es, condena y no juzga, cría y no crea, medra y no crece; esas son sus se as de identidad, y por todas o alguna de ellas lo podréis reconocer.
Esa clase de hombre, cargado de razón sin duda, está a medio camino entre lo sublime y el insulto, a dos pasos del intelecto puro y a tres del suicidio, curiosamente en la misma dirección. Sobredimensionado en su ego, superacionalizados su deseos, incapaz en suma de convivir con su sangre y con sus huesos, que ni piensan ni razonan, va dando tumbos de máscara en mascara en busca de la que se adapte a su rostro.
Si encontráis alguno, cambiad de acera, y de calle si es posible, porque habéis visto al verdadero Enemigo del Mundo.