Una conjura moral



Las causas de la desvirtuación democrática que nos acorrala son muchas y variopintas, pero tengo para mí que la principal pasa por la desmotivación incentivada.

Con pequeños y grandes actos se ha ido convenciendo al votante, o al ciudadano en general, de que no vale la pena implicarse en la política. Esta es la clase ideal de dictadura, pues quienes disponen del poder real pueden ejercerlo manteniendo la ficción de que son los demás los que no se comprometen. Se trata de conseguir que el que delega se encoja de hombros para, acto seguido y en su nombre, hacer lo que te dé la gana. De facto es una dictadura, pero en vez de utilizar la coerción por el miedo se utiliza la coerción por la indiferencia impuesta.
Por otro lado, por el de la vida pública, tenemos un proceso absolutamente perverso: los mismos que exigen limpieza y coherencia a los políticos los condenan de antemano, dando por hecho que cualquiera que se meta en esas faenas es un corrupto. De modo que en el hipotético caso de que alguien intentase reformar las fallas del sistema tendría que pasar antes que nada por miserable y nada hay más fácil que serlo cuando todo el mundo lo da por hecho.
En el mundo rural sucede a menudo: puestos a pagar la pena, habrá que cometer el delito. Y la pena de que te consideren un ladrón se paga siempre si te metes a concejal de algo, así que lo difícil es no cometer la tropelía una vez que ya has pagado por ella.
¿Soluciones? Jubilaciones forzosas a partir de un cierto tiempo en un cargo público y escaños vacíos para que la abstención cuente.


Por decir algo.