Somos lo que nos vamos


El alma de la tierra son sus gentes.
Durante el romanticismo decimonónico nació una teoría, si se quiere un tanto idealista, que sin embargo refleja perfectamente el sentir de algunos de nuestros mayores. Afirmaban los seguidores de aquella tesis que la tierra aporta su carácter a los hombres que la habitan, y marca en ellos su impronta a través de los alimentos con que los sostiene, el clima en que los envuelve y las dificultades orográficas que les impone. Los hombres a su vez determinan el carácter de la tierra con las obras que construyen y los artificios que idean para convivir con ella. Finalmente el hombre vuelve a la tierra para alimentarla con su sangre y con sus huesos. La tierra alimenta al hombre, y el hombre a la tierra, y si este doble pacto se rompe, sufre la tierra y sufre el hombre.
El pacto se ha roto y nuestros pueblos se mueren, pero no estamos ya en aquel siglo XIX, enso ador y tremendista, sino en una época donde se impone analizar las causas, una época donde por fortuna es más apreciado lo espectacular en la medicina que en los sepelios.
Las políticas europeas, para ser eficaces, deben combatir en primer lugar y ante todo los dos problemas de los que derivan los demás: el despoblamiento progresivo y el envejecimiento de la población.
No hay política ni proyecto que merezca el mínimo respeto si su fundamental objetivo no es que las personas puedan vivir en su tierra y puedan vivir mejor.