No hace mucho, Raquel me preguntaba cómo puedo seguir creyendo en Dios después de lo que ha pasado y me sorprendí de que le atribuyera a Él alguna responsabilidad en el desastre, lo mismo que me admira el agradecimiento de los que han sido acreedores de una gracia inesperada. Para mí Dios es creador, supremo ingeniero que construyó el universo como quien monta una máquina; si el ingeniero es bueno aporta el necesario combustible y la máquina funciona por sí misma; sólo si es un chapucero necesita revisar a cada momento el mecanismo, ajustar los engranajes, inventar nuevas piezas o sustituir las que se han deteriorado a causa de un mal diseño.
No, el Dios en el que yo creo no es un manazas que necesite revisar continuamente su obra: surgimos de la materia que él dejó en alguna parte y somos nosotros, sólo nosotros, los responsables de sortear las dificultades o atollarnos en el camino de la evolución. El Dios en el que yo creo sólo es creador, y dirigirse a él en busca de solución para un problema es como rezarle a Fleming cuando cogemos catarro. El Dios en el que yo creo ni tan siquiera es juez, y mucho menos notario; no nos vigila constantemente, ni se preocupa de llevar cuentas de nuestros actos: y así tiene que ser, porque tampoco nosotros registramos en un inmenso catálogo todos y cada uno de los lugares donde picotean nuestras gallinas en una huerta.
Por supuesto, Raquel no pudo entenderlo; no consigue comprender que alguien crea en cosas prescindibles y las convierta luego en parte de su vida. Dios sólo es dios porque no sirve para nada, y haré por Sara después de muerta lo que nunca habría hecho por ella en vida, y lo haré por mí, archivero de imposibles, curador de un museo de objetos inútiles, ideas inertes y esperanzas inservibles.
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