Ser tonto


Ser tonto no es tan fácil como puede dar la impresión a primera vista. Media humanidad, cada uno en su nivel, se pasa la vida tratando de pasar por alto ciertas cosas que ha visto en un momento de lucidez, ciertas posibilidades que se le han alcanzado en un instante tan remoto como indeseable.
Porque esforzarse en comprender algo que está por encima de nuestra capacidad puede ser penoso, pero no tanto como hacer la vista gorda ante lo que se comprende perfectamente y uno preferiría no ver.
Entra aquí la diferenciación entre ser tonto y hacérselo, pero lo de veras deseable es la tontería genuina, sin necesidad de máscaras complacidas y complacientes. La principal contrapartida —siempre las hay— es la maldita circunstancia de que ser tonto es muy trabajoso, nada satisfactorio y te ocupa todo el día.

La verdad


Ya estoy harto de ir por ahí diciendo la verdad, de sostener que es preferible su hiriente blancura a los paños estampados con que cubrimos los miedos.
Tarde he aprendido que la sinceridad no es nunca una virtud, sino un aséptico ejercicio de vandalismo social. No lo dije yo, sino José María Menéndez en sus gloriosos Apócrifos, pero cito de memoria, así que espero se me perdone la mengua, si la hay, en aras del contenido de tan rotunda afirmación.
Decir la verdad es dar pan al que no tiene dientes, bicicletas a ni os sin piernas, entradas para los toros a un condenado a perpetua. Es también, y sobre todo, desnudar el teatro social en que nos movemos para dejar al aire las tramoyas, sin maquillaje los rostros, sin alzas esos zapatos que estilizan al galán; y entonces, se acabó el espectáculo, se acabó la ficción de ser todos hombres satisfechos, dinámicos y modernos, cuando realidad la mayoría son lo que les dejan, aunque, eso sí, estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de no reconocerlo.
Ahí es donde está el vicio que los sinceros padecen: en el ansia de decir a los demás lo que no quieren oír ni por asomo les interesa. Y tan condenable es persistir en semejante, insocial actitud como, por ejemplo, hacer comer a alguien lo que no quiere o beber lo que no le gusta.
Es mejor no decir la verdad, y sonreír a esos mágicos arquitectos de la oposición que con el tiempo acaban por convertir una plaza en un callejón sin salida, a esos sonámbulos de la existencia que avanzan a ciegas hacia donde mejor suena el reclamo, a esos portentos de la grandeza, remedo de pozos y abismos, que cuanto más les quitan más grandes son.
Es mejor no decir la verdad, no sea que en caso contrario te retiren el saludo, la cartera y la palabra, te tachen de amargado, de misántropo y de pesimista.
Porque la verdad es sólo liberación para los que pueden correr tras ella; para los que están encerrados en las cuatro paredes de la obligación o la costumbre sólo es la negra semilla del desaliento.
Y no quiero ser ya más un sembrador de desalientos.

Fama póstuma


Acabo de leer que con el tiempo los genios han conseguido burlarse de todos los que les arrinconaron en su tiempo, porque la calidad siempre triunfa, a la larga, sobre la mediocridad aplaudida en su momento. Acabo de leer que Flaubert aún se ríe de los críticos, los mentecatos y los tuercebotas artísticos que en su día le vilpendiaron, pero aunque tengo por cierto que el tiempo es un naufragio en el que Dios reconoce a los suyos, no dejo de pensar que no, que Flaubert ya no se ríe, que Flaubert en realidad cría malvas como campanas.
Góngora fue muy famoso en su época —en el siglo XVII si no recuerdo mal— olvidado después casi totalmente y recuperado a principios del XX por la Generación del 27. ¿Cuándo era Góngora más feliz, en el XIX o en el XX? Mucho me temo que lo mismo, que tanto le daba el aplauso como el olvido o el vituperio. Otro tanto ocurre con Bach, recuperado por Mendelsohn, y con tantos y tantos otros, como Van Gogh, que son ejemplo de vanidad post mortem, de monumento al soldado conocido pero muerto, al héroe admirado pero difunto, que ni para lucirlas en los bailes le sirven las medallas.
Y no sé, no sé cuando contemplo todo esto si vale más la injustificada vanidad del idiota aplaudido en su tiempo o la inútil vanidad del genio en su sepulcro, doscientos años después de sus funerales.
Seguramente igual, porque la fama es el cielo de los ateos, donde sólo van los buenos y se condenan los malos. Allí los genios se sientan a la derecha del Arte mientras una paloma de inspiración preside, en un taller, los primeros pasos del aprendiz, futura víctima de los críticos de su tiempo, ejemplo maestro y modelo de las masas venideras.
Pues vale.

Contorsionista


Delgada y guapa, con rizos negros, la atracción que suscitaba no residía en sus curvas bien trazadas, ni en el impecable ajuste de sus proporciones a crípticas constantes griegas. Ni Phi ni Pi lograban imponerse a su Aleph.
Su número consistía en distintas contorsiones al borde de lo posible, pero era difícil apartar la mirada de sus ojos, de su risueño menosprecio hacia las leyes de la física, de la lógica y hasta de la probabilidad.
Era una marioneta que en el colmo de la burla tomaba en sus manos los hilos y se obligaba a danzar, que se imponía las muecas como en un gui ol diabólico donde es el mu eco el que, ante el público, introduce la mano en su propia cabeza.
Era hermosa pero eso no importaba. La menor de sus transgresiones era su elástica gimnasia sobre el atril, y centrar la vista en ella hubiese sido como admirar a la serpiente por lo bien que se enroscaba a los manzanos del Edén.
Era sugerente como un pecado entrevisto en el sue o de una fiebre ancestral. Entre árboles prehistóricos cayendo en una selva donde aún no vive nadie. Entre símbolos de lenguas no inventadas todavía.

Que no nos juzguen



Que no me juzguen. Pretensión excesiva, ruego imposible.
Hasta los días de sol o de lluvia pasan por el tamiz de una sentencia para convertirse en buen o mal tiempo, y pretendo yo que no me juzguen.
Entrando en tales batallas, ¡cómo no va a acabar uno coleccionando armisticios! Me juzgarán, nos juzgarán a todos y, como hicimos nosotros con los que nos precedieron, idearán antes la condena que la acusación, antes la pena que el delito, antes el presidio que la ocasión de merecerlo.
Seremos condenados todos, por lo que hicimos y por lo que tratamos de evitar, por el mundo que dejamos, por la muerte cien veces reconcentrada que sacamos de la tierra y ellos ya no podrán quemar, por lo que conservamos y por lo que no supimos dejar.
Nos juzgarán a todos por cada piedra dislocada de su escondrijo como nosotros a los romanos por el oro que se hizo siclos y sextercios, y a nosotros, como a los hombres de Roma, nos dará profunda, absolutamente igual.
Parapetémonos pues en la experiencia que aún no tenemos y seamos indiferentes como vicemuertos, como anteolvidos, como prenadas.

El dinero


He escuchado una nueva explicación sobre la utilidad de tener mucho dinero y no me resisto a reflejarla.
Tener mucho dinero no sólo sirve para hacer lo que uno quiere y para que los demás hagan lo que uno quiere, sino también para conseguir que los demás hagan lo que no quieren hacer.
Seguramente sea esta última utilidad la que lo hace más deseable para cierta clase de caracteres y temperamentos, incapacitados en cualquier relación distinta del dominio. Porque, por lamentable que pueda parecernos y por mucho que repugne a la sensibilidad, hay oersonalidades que necesitan esclavos no para obligarlos a hacer algo, sino por el simple gusto de robar a otro la libertad.

Iba a decir algo sobre los que convierten semejante empeño en el motor de su vida, pero acabo de recordar que también hay quien encuentra su mayor satisfacción en amar carnalmente las chumberas, así que mejor dejarlo aquí. Sin calificativos.

Todo embrutece


Todo embrutece: el trabajo y el no hacer nada, el frecuentar la compañía de tontos y el no frecuentar su compañía, el mezclarse con la masa y el no socializar la vida, y así, puestos a largas enumeraciones, podría pasar unas cuantas líneas más, líneas sin duda embrutecedoras de un estilo que no precisa ya de muchas desperfectos, que le basta con los suyos propios.
Todo embrutece, pero sobre todo la edad, la edad que te aparta poco a poco del mundo, que te resta capacidad de adaptación, gusto por la novedad, amigos, espacio social, expectativas, deseos, puntos de vista y vista para leer libros impresos en cuerpo siete. Y como es el tiempo el que más ferozmente vela el brillo de nuestro carácter, mejor será preocuparse simplemente por vivir y ser en cada momento lo que se pueda, lo mejor de todo lo que se pueda.

El gusto por lo antiguo


El gusto por lo antiguo, por los modos y objetos de otros tiempos refleja, creo yo, una profunda disconformidad con las formas, no solo estéticas, de la época presente.

El amor por el polvo, el regusto por el acre olor de la madera vieja o la admiración del gótico, no son sino expresiones de repugnancia por el plástico, el nylon, las obras de Le Corbusier y sus secuaces, corolarios todos de un mundo donde el hombre siente el malestar producto de haberse apartado de la naturaleza, o de sí mismo, o simplemente de nada, desleído en el marasmo de su abundancia demográfica.

Acaso esos modismos trasnochados y esos objetos caducos sean sólo fetiches supervivientes de las enfermedades que hoy ya no son incurables, de la porquería que no corre por las calles y del hambre que no pasamos.

Y los amamos por supervivientes, no por viejos.

O los amamos porque sí, porque nos tememos que nadie podrá dedicar ése cariño en el futuro a nuestras mesas de formica, ni rezar a los santos de cartón piedra que se hielan en las iglesias escuálidas donde Cristo se niega a encarnarse en pan industrial y vino de cooperativa.

La magia


Y si miro por la ventana y no reconozco el mundo, ¿qué culpa tengo yo y qué culpa tiene el mundo? Acaso la única responsable de esta implacable disociación sea la ventana, pero tampoco, porque el cristal por que uno mira se ha ido fundiendo con el tiempo, con opciones encadenadas que no se pueden atribuir a otro, ese otro que siempre te entierra con la pala que tú le das y en la tumba que tú elegiste.
Si miro a la ventana y no reconozca el mundo tal vez sea porque haya cometido la atroz equivocación de buscar el mundo fuera cuando todo lo que he sido capaz de construir está dentro y aún no he logrado dominar el arcano arte de la magia, ese arte que consiste en poner fuera lo que está dentro y dentro lo que está fuera.

Cara de NO


Tenía cara de NO. Aquel payaso bien pintado, con su peluca amarilla y sus zapatos enormes, recorriendo a veces la calle Fuencarral, parado en otras ocasiones sobre un cajón de madera donde rezaba su nombre, era un NO como un castillo.
Nunca hablé con él, ni lo reconocí siquiera a cara descubierta; nunca tuve referencias negativas de su persona o costumbres —posiblemente intachables— pero algo en su expresión, en sus gestos o en su inmovilidad desmentía la pintura, la nariz y el jersey a rayas.
Porque hay noes que van mucho más allá del actor, el papel y el escenario. Hay negaciones constantes que envuelven al individuo abarcando su pasado, su futuro, sus intenciones y las ideas triviales a que vuela su cabeza cuando se despista en un semáforo. Y no sé muy bien cómo, pero se nota, se nota y se expresa en un NO que bien pudiera sustituir al DNI en la oficina de correos cuando se va a recoger un paquete.

¿Pero NO, qué?

NO. Nada.

El NO también es intransitivo, recuerden.

Son mentiras


Son mentiras las esferas y mentiras los relojes, empeñados tercamente en convencernos de que regresan las horas como vuelven las agujas sobre símbolos inertes. Miente también el sol, que simula regresar cada mañana, restando importancia sus ocasos con la promesa de otra aurora. Falsarios todos, se confiesan ante el reloj de arena, sin más lacra que su brevedad para nombrarse exacto. Cada cual lleva su ampolla y cada ampolla su enigma, y si el mundo se esforzara en contemplarse en un enorme, desmesurado reloj de arena capaz de englobar en su monstruosidad el escombro de los siglos, no prosperaría tanto encono en regalar horas, años y existencias; otro sería entonces el sol que deambulara por el cielo, sin consumar ya su estafa de apariencias, imposibilitado para recrear espejismos circulares.

Fragmento de " Viento Divino"

No importa


Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los profetas, ni los enrevesados oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas. Son simples brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas dibujadas sobre un muro: forraje para necios.


Nada importan los hechizos de las brujas ni las sentencias de los jueces. No son más que palabras vanas, apelaciones a un cielo sordo que no quiere más milagros, que no ha de obrar más portentos porque no encuentra en el mundo a quien pueda merecerlos.

Nada importan los tratados, ni sus rúbricas pomposas. Sólo son promesas necias, deliberada amnesia de las causas que iniciaron el conflicto, mentiras piadosas sobre la naturaleza voluble de los deseos, las intenciones y las conveniencias, torpes reiteraciones de quienes tropiezan dos, y hasta cien veces con la misma piedra, deseosos de lanzarla contra su propio tejado.

Nada importan los solemnes testamentos, cargados de preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces muertas, ecos del fango exigiendo tributo, intolerable osadía; sólo espúrea trascendencia, pasto de archiveros, distracción de paleógrafos, vanidad de vanidades.

Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Sólo cuentan sus imperativos y sus limitaciones, la infernal amalgama de pareceres y necesidades contrapuestas que bulle en la retorta del Estado, que convierte al rey en el primero de los funambulistas, irremediablemente al borde del abismo.

Porque los reyes tienen la primicia de las canas y el diezmo largo de los pesares, enfrentados a toda suerte de enemigos a fin de dejar el reino en mejores condiciones que las que ellos mismo heredaron. Si, ciertamente, los reyes son grandes hombres, aunque sólo sea por soportar tal zozobra sin sucumbir a la tentación de abandonarlo todo y escapar a algún lugar remoto con el tesoro del reino.

Y sin embargo los reyes, aun los que deben su púrpura a la Divina Gracia, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, por suaves resedas, por púrpura y raso, hastiados del mundo, de un mundo permanentemente ajeno, apenas aprehensible, abaten su vista en suaves palomas, mujeres torcaces, silvestres y tiernas que puedan acaso menguar su miseria, la eterna miseria que apunta en los cetros, que encalla en los tronos, y afila las puntas de toda corona.
Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su cuerpo por mil cicatrices, enclavan sus garras en frescas gardenias, mujeres aún plenas que puedan acaso morir por ser bellas, pagar con sangre tan vil insolencia y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras, los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos, por siempre vencidos.


Mas por fuerza han de ser príncipes los hijos de los reyes. Serán príncipes azules de frío, señores del hambre, repletos de sombras, de sombras brillantes, enhiestas, febriles, de sombras inquietas buscando sin rumbo el sol que las forma.


Príncipes al cabo.


Fragmento de "Requiario, un delirio medieval."

Para empezar

Ana de la Robla (http://hablemosdvictorias.blogspot.com) me ha invitado a un juego que puede ser buen pretexto para abrir este blog.

Se trata de un juego por triplicado con vocación de cadena, y con intención preguntona. Hay cinco preguntas que cada cual debe responder como mejor sepa y pueda y transmitir luego a otros tres escribientes de bitácoras.
Un libro que no pudiste terminar de leer
Una película que te aburrió
Una canción (o grupo) que detestas
Un anuncio que te convenció para no comprar el producto
Un personaje público al que muchos admiran y que tú no consigues entender por qué

A lo mejor así nos ayudamos a convencernos de que somos reales, y que cada cual tiene sus manías.

Por mi parte, invito a continuar la aventura a Susy (http://versus-susy.blogspot.com/), al amigo Lagarto(http://ellagartoentulaberinto.blogspot.com/) y la siempre inefable Ankarel ( http://heridaycaricias.blogspot.com/)

Y por supuesto, aquí van mis respuestas:

Un libro que no pudiste terminar de leer: no puede acabar de ninguna manera el Manuscrito carmesí, de Antonio gala. A partir del primer tercio dellibro estaba deseando que machacaran de una vez a aquel rey plañidero.

Una película que te aburrió: Me aburrí como un animal viendo Ed Wood. ya sé que es una buena película, y que debería haberme divertido, pero el caso es que , por estado de ánimo o por lo que fuese, se me hizo interminable.


Una canción (o grupo) que detestas: Jarabe de Palo y su "Depende". Si de mi dependiera, se iba a tomar viento a la de tres. Cada vez que la ponían en un bar me estropeaba el café.

Un anuncio que te convenció para no comprar el producto: los de la ONCE con sus jubilaciones eternas y la idea de que un boleto te da la libertad. Me sonaba fatal, como si cuando comprase un cupón me confesase esclavo de algo.

Un personaje público al que muchos admiran y que tú no consigues entender por qué: Brckham y Cia, con la prensa taquicárdica en general.