El poder de la prensa




El poder de los medios de comunicación es un mito heredado de otro tiempo, como el valor y la importancia de cierta clase de trabajos o de puestos.
Los periódicos, y después las radios y las televisiones, eran un verdadero poder en tanto en cuanto tenían capacidad para mover a las masas de modo que estas, a través de la presión expresada de distintos modos, movieran a su vez a los gobernantes.
Pero los medios ya no movilizan. El pueblo en tanto masa, y en tanto gran estómago satisfecho, es incapaz de movilizarse de modo efectivo. Y en cuanto masa y en cuanto cerebro abotargado, tampoco guarda memoria.
Un político cualquiera podría muy bien gobernar tres años y medio de espaldas a los periódicos. Podría ser incluso un dictador que se saltase cualquier norma y hacer caso omiso de las críticas de los columnistas y los titulares de los telediarios. ¿Se imaginan a un dictador sin partido único y sin censura? En otro tiempo eso era impensable, pero hoy resulta hasta probable. Este hipotético personaje podría gobernar a sus anchas sin necesidad de reprimir reacción alguna por el simple procedimiento de hacer caso omiso de lo que se le dijera. Y mientras la economía marchase bien, el sistema le funcionaría. Porque el lector y el espectador están tan acostumbrados al escándalo constante, a la interminable sucesión de supuestos y reales atropellos que se limitará a indignarse dentro de los límites de su sillón, acudir al trabajo al día siguiente y, todo lo más, comentar la nueva felonía del poder con algún amigo de cafetería.
El poder de los medios de comunicación sólo existe en tanto en cuanto el político o el empresario de turno desean ser amados. Sólo existe en tanto en cuanto caen en el vicio de buscar anuencia, de querer ser aplaudidos. El poder de la prensa estriba solamente en la vanidad del gobernante, pero su capacidad para influir fuera de esta faceta se ha vuelto ínfima, casi nula, tras la desaparición de su verdadera fuerza: la capacidad de reacción popular.
Estamos ante un vigorizante o un excitante que antes cabreaba y fortalecía al luchador. Como el luchador ha muerto, la pastilla sólo da risa.
Pero eso sí: colocada sobre su tumba mejora el decorado.

El carácter de la veleta


Los sondeos son un fenómeno nuevo y de veras importante, no tanto por su capacidad para prever los resultados futuros como por su poder para modificarlos. De ahí el interés que todos los grupos que se quieren de poder o de presión conceden a esta herramienta.
Descubierta de pronto la obviedad de que la mayoría de los seres humanos quieren estar con la mayoría, redundancia que no evito por esclarecedora, resulta que el conocimiento de dónde está la opinión general no hace más que engrosar las filas de los muchos en detrimento de los pocos.
Así, un sondeo que afirme que el sesenta por ciento de la población cree que es elegante tener una mosca como mascota dispara inmediatamente la venta de moscas, no porque sea verdad, sino porque el sondeo, la afirmación de lo que piensa la mayoría, hace que la verdad se cree a sí misma.
El efecto arrastre que la opinión ajena tiene sobre el juicio particular es tan grande, que vale más la pena invertir cuantos recursos sea posible en convencer a alguien de que los demás lo tienen claro que en cambiar su propio y particular criterio. De ese modo son los demás, incluso los que no existen, los que gobierna nuestras vidas.

Rencor de clase

No hay rencor de clase comparable en virulencia al rencor a la clase propia, a ése empeño en disimular de dónde procede uno, lo que fueron sus padres y lo que supieron sus abuelos. No hay rencor como el que hiere al que se disfraza de aristócrata en la esperanza de que sólo él sepa que es una impostura. O peor aún, un estreno

Luego, como todas las imitaciones, ese flamante producto de la autoestima mal entendida lleva el amado distintivo más grande de lo que cabalmente correspondería, y se bate por lo queno entiende, y se suma aquien le sustrajo, y alza la nariz con el gesto que aprendió mientras pisaba boñigas sin saber que para alzar la nariz hay muchos gestos distintos, para nada, nunca equiparables.
Y es ahí donde se pierde, entre las sonrisas malévolas de los que lo conocen y el extrañado estupor de quienes no saben lo que es ni lo que fue pero, como dos chinos que contemplasen un cristo con dos pistolas al cinto, notan que algo no encaja.
Porque lo notan.