Homenaje a Martín Santos (y a León)


Hay ciudades tan aletargadas por inviernos montaraces, tan asentadas en piedras rancias y tradiciones acartonadas, tan pagadas de sí mismas pero nunca por sí mismas, tan pastoreadas de obispos que rechazaron toda industria por no verse rodeados de obreros, gente zafia y malhablada que trabaja más que reza, tan perdidas entre curvas que no cesan y autovías que no llegan, tan acostumbradas a guardar una corona en el baúl, tan cerca de muchos puertos pero todos de monta a, tan roídas de endogamia más o menos ostensible, tan ahogadas entre ríos que son ríos porque estorban y no porque llevan agua, tan decoradas a medias por parques donde no hay ni os, tan entra ables como una abuela coja, tan plenas de posibilidades como una abuela coja, tan ágiles como una abuela coja, tan lucidas de casas nuevas que nadie sabe quién compra y aún menos para qué, porque siempre están cerradas, tan amables para andarlas, tan tenaces en su lucha contra el tiempo, si lucha es dejarse llevar con dignidad, tan carentes de teatros que no sean cines y de cines que no sean minifundios, tan ciegamente confiadas en que no hay mal que cien a os dure, ni cuerpo que lo resista, ni necesidad de buscarle remedio porque al fin Dios proveerá, tan pobladas de pobres que sí son pobres y ricos que no son ricos, tan encastilladas en la más feroz indiferencia, tan alejadas del mundo que no existen si no nieva, y si nieva sólo existen con cadenas, tan traídas y llevadas en blasones seculares, tan envueltas en banderas que a la postre son sudarios, tan afables y tranquilas, tan devotas de la boina y el manteo, de la faja color carne y el moquero, que sólo tienen catedral.