A favor de la ley Celaá. Titular con asignaturas suspensas

 

Un Partenón de secundaria
Un Partenón de secundaria
Como en tantas otras cosas, no entiendo el enfrentamiento que se ha producido sobre la nueva ley de educación, conocida como ley Celaá, y la posibilidad de pasar de cursos o incluso de titular con asignaturas suspensas. O a lo mejor debería decir que sí lo entiendo, pero no termino de comprender cual es el criterio ideológico por el cual se sitúa a un lado u otro del debate.

¿Por qué es progresista no repetir cursos? ¿En qué se basa el progresismo de esa manga ancha?  ¿Por qué es progresista titular con asignaturas suspensas? ¿Qué es lo que tiene de progresista dar el mismo título al que las aprueba todas que al que no? ¿Es una especie de dedo en el ojo a la cultura conservadora del esfuerzo, o qué pasa? ¿Por qué los más reaccionarios y los más conservadores se oponen a estas dos posibilidades cuando son las más acordes con su ideología y escala de valores y prioridades?

A mí me parece muy lógico y muy positivo que no se obligue a la gente a repetir y que se titule igual aunque no se hayan superado algunas asignaturas. Y creo que puedo demostrar la bondad de este mecanismo con razones lógicas:

Un chaval, en un centro público o concertado, nos cuesta dinero. Un buen dinero. Si suspende, y repite, nos vuelve a costar dinero un año más. ¿Para qué hacer entonces que repita? Patada hacia arriba, y a sacarlo cuando antes del sistema educativo (que pagamos entre todos) y dejarlo en manos de su familia (que pagan ellos solos). Los repetidores son gastos. Los repetidores son molestias para los profesores y sus compañeros. Los repetidores son estorbos para la formación de los demás. ¿Por qué insistir en crear repetidores cuando, lo sabemos, la mayor parte de esos repetidores no va a mejorar gran cosa en su segundo año frente a la materia? Patada hacia arriba, y salida por el techo, con  sin asignaturas suspensas.

Por eso creo que es bueno también que se tenga el título con asignaturas suspensas. ¿Qué haces si no? ¿Les das otro curso? ¿Los derivas a otro sitio que cueste dinero público? Nada de eso: les das el titulo y las empresas, si quieren, que seleccionen a los que les sirven y a los que no.

La ley me parece correcta, insisto. Lo que me extraña es que los supuestos progresistas la apoyen y los supuestos conservadores la critiquen. Eso es lo que no entiendo.

La limosna que cada cual prefiere dar

Cuando se ha vivido casi treinta años en la misma casa, poco hay más desolador que una mudanza, y no sólo por las paredes que quedan desnudas, como acusaciones de abandono de un espacio que reclamamos un día y reclama ahora a su vez nuestra protección, o por las pequeñas huellas de nuestra vida, y hasta los viejos olores, tan familiares, vencidos poco a poco, infatigablemente, por el eco y la humedad.
Lo peor de todo es desprenderse de todos esos pequeños objetos que hemos querido olvidar por falta de valor para arrojarlos a la basura: los billetes de avión de nuestros mejores viajes, un mechón de cabello de una antigua novia, nuestras primeras botas de fútbol o una desportillada amalgama de tebeos estropajosos que nosotros nunca volveremos a mirar y nuestros hijos esquivan con repugnancia. Decía Chesterton que tres mudanzas equivalen a un incendio, pero yo creo que las mudanzas son mucho peores, porque el incendio se lleva lo que quiere, mientras que cuando te vas de una casa eres tú el que debe acopiar firmeza para desprenderte voluntariamente de todas esas cosas.
En ese indeseable Juicio Final de los recuerdos que constituye toda mudanza, a veces florece también alguna satisfacción en forma de agenda con el teléfono de alguien con quien habíamos perdido contacto, o un fajo de fotos de los tiempos en que no regalaban álbumes con los revelados ni se guardaban cinco mil imágenes en un círculo de plástico.
En mi caso ni ese consuelo tuve, porque las viejas agendas estaban llenas de nombres emigrados, de amigos muertos en accidentes estúpidos o de malentendidos incomprensibles, arrumbados para siempre en el limbo de las extrañezas. Las fotos eran sólo una versión más viva y dolorosa de lo mismo. Sólo una de ellas me hizo sonreír, pero tan poca cosa bastó para redimir aquella tarde aciaga de patético emperador romano decidiendo con el pulgar sobre la vida o muerte de los objetos que habían lidiado en el circo de mi vida.
Se trataba de una foto en blanco y negro, de cuando yo tenía doce o trece años y jugaba en el equipo del fútbol del colegio.  Acababa de marcar un gol y me abrazaba Felipe, el capitán del equipo. Eso es lo que tienen las fotos cuando se separan de las personas a las que representan: que se prestan a mentir mejor que mil palabras. Por eso siempre me digo que esas instantáneas antiguas en las que aparecen familias enteras endomingadas mirando a la cámara con los ojos muy abiertos pueden haberse sacado diez minutos antes de una separación definitiva, o puede ser que uno de los niños que aparecen en ella sea en realidad el hijo del fotógrafo que sustituye para el libro de familia a un niño enfermo, o incluso a uno inexistente.
Las fotos no cuentan historias: somos nosotros los que las contamos, y cuando ya no estamos para hacerlo es mejor que las fotografías ardan o desaparezcan, no sea que surja el desaprensivo que invente sobre nosotros lo que nunca imaginamos. O peor aún, lo que no imaginaron los demás y nunca quisimos que se supiera.
En esta que encontré, como decía, aparecía vestido de futbolista y abrazado con Felipe. Si alguien la hubiese encontrado después de morir yo, de viejo o en el naufragio de un submarino, por ejemplo, hubiese pensado que había marcado un gol y que Felipe y yo éramos amigos.
Pues no. Y como no me he muerto, lo cuento.
Felipe era un perfecto hijo de puta que se burlaba de todos con bromas crueles y aprovechaba su corpulencia para repartir patadas y manotazos a cualquiera que discutiese su autoridad. Normalmente me consideraba una de sus víctimas favoritas, pero en aquel momento estaba contento porque yo acababa de meter un gol y me abrazaba.
Más adelante, pocos meses después, tuve un encuentro serio con él por una broma que se pasó de la raya y de aquello resultó la nariz torcida que he lucido toda mi vida. Con Felipe no quedaba más remedio que aguantar las humillaciones o aguantar los golpes: la elección era sencilla. Recuerdo que cuando acabé el instituto para ir a la universidad, lo primero que pensé fue que no tendría que volver a verle, y me alegré más por eso que por la reválida recién aprobada.
Por suerte, así fue. Yo me marché a estudiar fuera y él empezó a trabajar mientras preparaba unas oposiciones que no exigían más titulación que el bachillerato. Ceo que quería ser policía, guardia civil o algo así, y todos los que lo conocíamos nos aterrorizábamos pensando lo que podía ser encontrárselo un día vestido de uniforme y con un arma al cinto. Un compañero común me dijo tiempo después que se había enfadado mucho porque le habían suspendido en la prueba psicotécnica y a mí me hizo gracia el asunto: era normal que a un energúmeno como aquel le encontrasen alguna pieza desquiciada si lo miraban un poco de cerca.
En diez o doce años no volví a saber nada más de él. La memoria tiene la virtud de borrar las heridas, los dolores y los miserables.
Luego supe que se metió en líos, no sé bien si de drogas, proxenetismo o de otro tipo, pero el caso es que hirió de gravedad a un hombre y pasó una temporada en la cárcel. No fue mucho tiempo, seis o siete meses, creo, pero cuando salió de prisión ya no era el mismo. Allí seguramente había aprendido que no era único, y que su viejo procedimiento para hacer vida social podía costar muy caro según con quien se tratara. Lo aprendió tarde, pero estoy seguro de que lo aprendió. 
Después de salir de prisión tuvo dos o tres trabajos, todos en la construcción, pero como bebía más de la cuenta no tardaban en despedirlo. De ahí a quedarse en la calle mediaron solo unos cuantos años, los justos para que sus malos negocios y un par de traiciones de antiguos compinches le demostraran que estaba ya demasiado viejo para aquella clase de trapicheos.
Hace tres o cuatro años lo vi aquí en Madrid, en el metro de Tirso de Molina, tratando de protegerse de la lluvia y encendiendo una colilla. Lo llamé por su nombre y le estreché la mano, pero creo que no me reconoció.
Ahora, cada vez que paso por su lado le doy diez euros. ¿Por compasión?, ¿porque me apiado de él? Debería decir que sí, pero el caso es que se los doy para que no se le pase por la cabeza salir de su abandono y tratar de empezar una nueva vida en otro lado. Se los doy para clavarlo a su esquina, para que esté allí hasta que reviente.
A veces creo que los demás que le dan una monedas también lo conocen y piensan lo mismo que yo.
En cuanto a la foto, pensé romperla, pero al final preferí tirarla por la ventana para que la calle acabase con ella a su manera.
Simbolismos o vudús de cada cual.

Hoy vengo sobrao

O a lo peor, borracho. Nunca se sabe, pero toda coartada es buena.

El caso es que veo mucha gente que se queja de injusticias, pero siempre me acabo preguntando qué manejan en su interior todas esas personas.

Por mi parte, aprovechando que algunos me conocen por esta casa, que nunca deja ser la mía, o así la veo, tengo claro que lo primero para concursar es saber qué demonios quiere uno.

Y no juzgo a nadie. No me metería cajero de banco, como para meterme a juez...

¿Queréis dinero?
Bien está. Yo también lo he querido. También yo he querido cambiar de tele, o pasear a la novia, o pagar el alquiler.

En ese caso, los concursos están bien, pero os advierto que la rentabilidad de ensobrar mierda para campañas publicitarias es un 500% superior, considerada en horas, a la que puede rendir la literatura. Siempre hay algún cabrón (como yo) al que le suena la flauta de Bartolo como le pudo sonar el harpa de Terpsícore, pero no es lo normal, y aún así, si me tarifico por horas, cobro menos que una señora de la limpieza.

Creedme: es mejor aprender a limpiar baños, cuidar viejos o atender niños que a escribir novelas. Por horas, sale más rentable. También después de ganar el Azorín y varios más. Os lo juro.

¿Queréis expresaros? Pues vale más la pena meterse en un círculo de un partido político cantamañanas donde se da voz a todo el mundo y voto a nadie. Expresarse es lo que hacen los majaras con un gorro de papel aluminio, subidos a una caja de cervezas, en una feria cualquiera.

Ah, que lo vuestro es la expresión artística. Bueno, pues eso mismo, pero con atrezzo, y ya os podéis llamar performance. Venga ya, no me jodáis...

¿Lo que queráis es comunicaros? Pues compraos un móvil y dad de alta quinientos perfiles en Facebook. ¿No os dais cuenta de que expresarse lo hacen hoy hasta las ciberbacterias? ¿De veras hay alguien que crea que la literatura tiene un fin social más allá del catecismo, la propaganda o las instrucciones de las sopas Maggy?

¿Entonces que es lo que queréis? ¿Fama? ¿Tenéis a mano las tetas de alguna famosa o podéis contar como aúlla durante el orgasmo algún lateral derecho de la Liga de Fútbol? Si la respuesta es afirmativa, no lo dudéis: ese es el camino. Si la respuesta es no, buscad cualquier otra cosa. Denunciad a vuestro párroco por miraros el culo, o lo que sea, pero la literatura no vale la pena. Los escritores sólo somos famosos en apariencia: nunca en realidad. ¿Cómo iba a ser de otro modo en un país donde nadie lee, los que leen no entienden una mierda y los que entienden lo olvidan todo a los diez minutos?

Sólo hay una razón válida para escribir, queridos capullos: que os guste, que os entusiasme, que os apasione.

Sin fama, sin dinero, sin concursos, sin un puto lector que os ría las gracias.

Sólo eso.

El idioma de los gatos (Holst Spencer)

Holst Spencer
 1

Hubo una vez un caballero.

Era un científico.  Después de su nombre, venían letras.

Hablaba cien idiomas, del iroqués al esperanto.

Era autor de varios folletos sobre matemática astral.

Tenía treinta y cinco años, era autoritario y hablaba en voz baja.

Su hobby era jugar al ajedrez en un tablero tridimensional.

Su trabajo era el más dramático entre los eruditos, y el más frenético.  Las fuerzas armadas lo contrataban para descifrar claves, y durante la guerra había hecho un trabajo brillante, pasando días enteros sin dormir.  Los generales se habían asombrado ante él porque varias veces -decían- había salvado, literalmente, la guerra, al descifrar las claves maestras del enemigo.  Y, en verdad, eso significaba que había salvado al mundo.

Pero en toda su vida no pudo acordarse de poner los cigarrillos en los ceniceros, así que todo el mobiliario estaba marcado con pequeñas quemaduras pardas.

Su mujer era rubia y menuda y delgada, y era un ama de casa muy prolija.

Él la arrastraba a la desesperación.

Él estaba siempre haciendo desastres en toda la casa, comiendo en el living, dejando sus medias tiradas por el piso, sus zapatos en el alféizar de la ventana; y, de vez en cuando, un pucho tirado sin apagar en el cesto de papeles provocaba llamaradas; pero, afortunadamente, la casa estaba todavía en pie.

Lo que hizo de su mujer una rezongona.

Ella le gritaba diez veces al día, hasta que él ya no lo pudo soportar; no podía ni quería discutir con ella semejantes tonterías; su mente estaba llena de fórmulas y cifras y extrañas palabras de idiomas antiguos, y, además, era un caballero.

Un día, él la dejó.  Hizo sus valijas y se fue a una casa de campo, ahí cerca, en West Virginia, con un gato siamés.


2

El gato lo hipnotizaba.

Era un hermoso siamés de cola azul que hablaba mucho; es decir, maullaba, maullaba, maullaba, maullaba todo el tiempo.

El sabio se sentaba en su cama y se quedaba mirándolo durante horas, mientras el gato jugaba con pelotas de celofán y saltaba de la cama a la cómoda, después al lavatorio, al piso y luego de vuelta, una y otra vez, a la cama.

De vez en cuando le daba un arañazo al aire.

De pronto se detenía y se dormía.

El sabio se sentaba y miraba esa pelota de piel gris pálido que respiraba tranquilamente, y sus pensamientos divagaban por las insatisfacciones de su vida.

Voltaire había dicho una vez que despreciaba todas las profesiones que debían su existencia sólo al resentimiento de los hombres.  Y la suya era por cierto una de ellas.

Él había perdido todo interés en sus amigos, y en las mujeres.  Encontraba vacía y vulgar a la mayoría de la gente.

Algunas noches hacía la ronda de los bares, como buscando a alguien, sin tan siquiera el éxito ocasional de emborracharse alguna vez.  Los libros lo hacían dormir.

Y finalmente el gato se convirtió en el centro de su vida, su única compañía.

Una noche, mientras estaba sentado mirándolo, creció en él un peculiar deseo.

Quiso comunicarse con él.

Decidió hacer algunos experimentos.

De modo que tapizó las paredes de su garaje con mil jaulitas y en cada una de ellas puso un gato.  La mayoría de los gatos los compró, a otros los recogió directamente de la calle, y algunos hasta los robó a amigos casuales, tan imbuido estaba este hombre de ciencia de su proyecto.

En un magnetófono empezó a recopilar todos los sonidos gatunos.

Grabó sus aullidos de hambre, distinguiendo entre los que querían atún y los que querían salmón.  Algunos querían pulmón, hígado o pájaros.  Y todos estos sonidos los archivó sistemáticamente en su creciente cintoteca.

Cuidadosamente, comparó el grito cuando era amputada una pata delantera derecha, con el grito lanzado cuando se cortaba una pata delantera izquierda.

Registró todos los sonidos que los gatos hacían al aparearse, pelear, morir y parir.

Entonces abandonó su trabajo gubernamental y comenzó a estudiar ansiosamente los miles de gritos y ronroneos que había grabado y, después de un tiempo, los sonidos empezaron a adquirir significado.

Después empezó a practicar, imitando sus registros hasta que dominó el vocabulario básico del idioma.

Hacia el final, ensayó ronronear.

Nunca había experimentado con su propio gato.  Quería sorprenderlo.

Una noche entró en su departamento, colgó su saco en el placard, como siempre, se volvió hacia su gato y le dijo: "¡MIAU!".

3

Así era como los gatos decían, al encontrarse, "Buenas noches".

Pero el gato no se mostró sorprendido.

Contestó: "Mrrrrouarroau", que quiere decir: "Ya era hora".

El gato le hizo entender que lo ayudaría en las más complejas sutilezas del idioma, que estaba bien al tanto de lodos sus experimentos, y que si el hombre no prestaba atención a sus lecciones, sería mraur... ¡perdón!

Al deslizarse las semanas, el hombre descubrió, para su continuo asombro, la fantástica inteligencia de su gato siamés.

Poco a poco, aprendió la historia de los gatos.

Miles de años atrás, los gatos tenían una tremenda civilización; tenían un gobierno mundial que funcionaba perfectamente; tenían naves espaciales y habían investigado el universo; tenían grandes plantas energéticas que utilizaban una energía que no era atómica; no necesitaban ni radios ni televisión, porque usaban una especie de telepatía y algunos otros portentos.

Pero una cosa que los gatos descubrieron fue que la importancia de cualquier experiencia dependía de la intensidad con la cual era vivida.

Se dieron cuenta de que su civilización se había vuelto demasiado compleja, de modo que decidieron simplificar sus vidas.

Por supuesto, no pretendieron tan sólo "volver a la naturaleza" -eso habría sido demasiado-, así que crearon una raza de robots para que los cuidaran.

Estos robots eran un progreso, mecánicamente estaban por encima de cualquier cosa producida por la naturaleza.

Un par de sus más grandes inventos fueron el "pulgar oponible" y la "postura erguida".

No quisieron molestarse en arreglar los robots cuando se rompían, de modo que les dieron una inteligencia elemental y la facultad de reproducirse.

Por supuesto, nosotros somos los robots a los que el gato se refería.

Y ahora el científico entendió por qué los gatos habían parecido siempre tan desdeñosos de sus amos.

El gato le explicó que ellos no temían a la muerte; en verdad, vivían vidas constantemente apasionadas y heroicas, y cuando estaban bien preparados, cuando les llegaba la hora, daban la bienvenida a la muerte.

Pero no querían una muerte atómica.

Y los robots habían desarrollado una mezquina e irracional actitud hacia los ratones.

"Se nos ocurrió que bastaría barrer con la raza, pero entonces tendríamos que volver a tomarnos el trabajo de crear una nueva", dijo el gato (a su manera, por supuesto), "de modo que decidimos intentar algo que, francamente, muchos gatos pensaron que sería imposible: ¡enseñarle a un robot cómo hablar el idioma de los gatos, para que pudiera transmitir nuestras órdenes al mundo!"

"Te elegimos a ti", dijo el gato condescendientemente, acaso como le hablarían nuestros científicos a un mono al que hubieran enseñado a hablar, "porque de todos los robots nos pareciste el más promisorio y receptivo, y la mayor autoridad en tu pequeño terreno".

El gato le dio al hombre una lista de reglas, que él copió en un pedazo de papel.

Las reglas eran:

NO PATEES A LOS GATOS.

NADA DE GUERRAS ATÓMICAS.

NADA DE TRAMPAS PARA RATONES.

MATA A LOS PERROS.

"Si el mundo no obedece estas reglas, simplemente eliminaremos la raza", dijo el gato, y después cerró sus ojos y bostezó y se estiró e inmediatamente se quedó dormido.

Saint Exupery y la piedad



Quizás un texto que no se esperase en este autor, pero absolutamente sincero:



Pues he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia. Pero nosotros, que gobernamos a los hom­bres, hemos aprendido a sondar su corazón para otorgar nuestra solicitud sólo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormen­tan el corazón de las mujeres, así como a los mori­bundos, y también a los muertos. Y sé por qué.




Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curan­deros para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que re­cosían la piel sobre la carne.


Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pesti­lencia, al sorprenderlos rascándose y humectándose con fiemo como aquel que estercoliza una tierra para arran­carle la flor purpúrea. Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofren­das recibidas; pues quien ganaba más, se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello.


Si consentían en consultar a mi médico, era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud. Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo.

Ciudadela. Antoine de Saint Exupery. 

La civilización como forma de poder

Las tesis de Huntington son relativamente bien conocidas y se resumen en la afirmación de que el próximo siglo XXI será el del "choque entre civilizaciones". Huntington diseña un mundo compuesto por ocho grandes civilizaciones, a saber, la occidental o euro-norteamericana, la europeo-oriental o eslava, la islámica, la confuciana, la budista, la japonesa, la latinoamericana y la africana. Estas ocho grandes civilizaciones actuarían a manera de gigantescas "placas tectónicas" que chocaran entre sí, dando lugar a una serie de conflictos que constituirían la esencia del próximo siglo.
A la teoría del señor Huntington se le podrían oponer un sinfín de consideraciones. Para empezar, las civilizaciones en que divide a la Humanidad son bastante caprichosas y resultan más inteligibles para un conocedor de los objetivos estratégicos norteamericanos que para un sesudo especialista en Historia de las Culturas. Por ejemplo, llama la atención que se individualice como una de las grandes ocho civilizaciones del mundo a la japonesa, rechazando el incluirla en la confuciana o en la budista, lo que sería mucho más lógico desde el punto de vista de la Historia Cultural. La razón para esto no es otra que la percepción de Japón como gran amenaza para los EE.UU. En un artículo titulado "Los nuevos intereses estratégicos de EE.UU."[i], Huntington escribía que uno de los objetivos primordiales de los EE.UU. era "mantener a EE.UU. como primera potencia mundial, lo que en la próxima década significa hacer frente al desafío económico japonés (...) EE.UU. está obsesionado con Japón por las mismas razones que una vez estuvo obsesionado con la Unión Soviética: ve a aquel país como una gran amenaza para su primacía en un campo crucial del poder (...) La preocupación ya no es la vulnerabilidad de los misiles, sino la vulnerabilidad de los semiconductores (...) Los estudios se centran en cifras comparativas de EE.UU. y Japón en crecimiento económico, productividad, exportaciones de alta tecnología, ahorro, inversiones, patentes, investigación y desarrollo. Aquí es donde reside la amenaza al predominio norteamericano y donde sus gentes lo perciben".
Sólo a partir de esta percepción estratégica del peligro japonés cabe individualizar a Japón como una cultura individual entre las ocho grandes civilizaciones del mundo.
Pero lo realmente importante es otra cosa. Es la respuesta a la pregunta: ¿Qué quiere justificar Huntington con su teoría? No hace falta ser un genio para intuirlo. La hegemonía norteamericana a nivel planetario no va a dejar de ser contestada en múltiples rincones del mundo. Aunque los europeos occidentales se hayan conformado con convertirse en un apéndice transatlántico del american way of life y se encuentren sumamente a gusto en su papel de "compañeros de viaje" de Washington, no parece creíble que el resto del mundo vaya a seguir esa senda. Por mucho que el rock se escuche en Beijing y en Maputo, por mucho que el sueño de un niño de Rabat o de Yakarta sea ir a Disneyworld, no dejan de existir las contradicciones más sangrantes en el orden político y económico mundial. Un orden diseñado y mantenido para beneficiar a los EE.UU. y sus protegidos de Europa Occidental.
Conflictos van a surgir y eso es inevitable. ¿Cómo justificar la continua intervención del poderío político, económico y militar de los Estados Unidos para mantener el statu quo? El Imperio del Mal con sede moscovita se ha hundido y ya no cabe atribuir al oro de Moscú las "amenazas" que surgían en Nicaragua, en Somalia o en Indonesia. Hay que ofrecer una nueva explicación que tenga el suficiente empaque ideológico para el mantenimiento de las mayores Fuerzas Armadas del mundo, alimentadas por una industria de estructura totalmente belicista, sobre las que se basa todo el tejido social norteamericano. Y no hay explicación mejor que la de Huntington. Las civilizaciones están ahí, van a chocar inevitablemente, y debemos estar preparados para ello, sostiene Huntington. Podemos lamentarlo —argüirán Huntington y sus secuaces— pero ello no evitará que las grandes culturas estén condenadas a enfrentarse. Y en todo enfrentamiento debe haber un vencedor. Nos podemos imaginar cual desearía Huntington que fuese.
Uno se pregunta porqué extraña razón el pensamiento estratégico norteamericano no había caído hasta ahora en la cuenta de la existencia de grandes conjuntos culturales, de grandes civilizaciones, en la vida de la Humanidad. La existencia del sandinismo o el conflicto árabe-israelita podrían haber sido explicados de manera satisfactoria con este paradigma desde hace varios decenios. Pero entonces hubiera sido poco conveniente. Si en el fedayin palestino sólo se hubiera visto a un enemigo de los sionistas, el público norteamericano podría haberse dado por no concernido; era mucho más rentable políticamente presentarlo como un pelele de Moscú. Lo mismo cabe decir del guerrillero sandinista o del iraní Dr. Mossadegh.
Pero Moscú ya no sirve de excusa. El comunismo ya no es creíble como amenaza porque salvo cuatro nostálgicos irreconvertibles nadie con dos dedos de frente se atrevería a reivindicar el comunismo soviético. Debe dibujarse una nueva amenaza, un nuevo peligro, en este caso la inevitabilidad de un choque a nivel planetario entre grandes civilizaciones, en el que Occidente (el Occidente del Monoteísmo del Mercado) debe vencer, porque de lo contrario será aplastado.
El nuevo paradigma de Huntington, en resumen, cumple un papel fácilmente identificable en la estrategia norteamericana por mantenerse en la situación hegemónica mundial de la que disfruta.
Bajo este paradigma "culturalista" se esconde, apenas agazapado, el objetivo sempiterno de la política exterior norteamericana: mantener la hegemonía económica de los EE.UU. Veamos un ejemplo: en una de las últimas entrevistas concedidas por Huntington a la prensa española, el titular, muy elocuente, decía: "La amenaza viene de China". Este es un fragmento:
"—¿Cuál es la principal amenaza del siglo XXI?
—El mayor peligro de desestabilización se encuentra en Asia. La amenaza viene de China, que es cada vez más agresiva. Su política causa gran preocupación entre las naciones vecinas. No hay que perder de vista sus movimientos militares en el mar del Sur de la China.
—¿De dónde le viene esa agresividad?
—China es el país más poblado del mundo y, en volumen económico, se sitúa en el tercer puesto, pero en el año 2000 su economía habrá avanzado al segundo lugar del mundo. Históricamente ha tenido una enorme influencia en el sureste asiático pero, desde mediados del siglo pasado, se ha visto humillada por Occidente. Es natural que ahora trate de recuperar el poderío y la influencia que tuvo durante milenios"[ii].
En este fragmento queda bien de manifiesto que no se trata de que la cultura china amenace a la occidental (ni a la islámica, ni a la latinoamericana...), sino que el interés de China por ocupar un lugar en el escenario internacional acorde a su peso demográfico, a su pasado histórico y a su potencial económico constituye una amenaza a los intereses económico-estratégicos de los EE.UU. No hay un choque de civilizaciones, sino un choque de intereses. Pero desde que el mundo es mundo los choques de intereses suelen ser camuflados bajo hermosos discursos ideológicos. Y desde que el mundo de la Ilustración empezó a formular una serie de Leyes universales que regían los distintos aspectos de la vida y de la historia, estas leyes se han convertido en poderosos argumentos justificatorios. La pobreza y la miseria de las masas no eran fruto de injusticias económicas corregibles, ya que la economía se regía por Leyes Económicas objetivas y de no ser observadas éstas, el mundo económico iría hacia el Caos. Tratar de subvertir el capitalismo era ir contra las leyes económicas fundamentales.
De la misma manera, las leyes biológicas de Darwin fueron utilizadas para justificar y sancionar con el prestigio de "lo científico" la victoria de ciertas clases sociales o ciertos grupos étnicos, ya que en la "lucha por la vida", sólo podían vencer "los más aptos" y esto no sólo era inevitable, sino bueno, ya que contribuía al progreso de las especies. Se podía lamentar, sí, pero eso no impedía que fueran leyes inexorables. El nuevo paradigma de Huntington se coloca en esa misma perspectiva. La lucha entre civilizaciones es un hecho insoslayable. Debemos prepararnos para él y combatir esa guerra, para ganarla. Con la división de civilizaciones adoptada por Huntington, Europa Occidental debe agregar su poder al de los Estados Unidos. No olvidemos que —pese a ser la potencia hegemónica mundial— el poder relativo de los EE.UU. en el escenario internacional no deja de decrecer, conforme otras regiones del mundo se modernizan económica y tecnológicamente. Hoy los EE.UU. sólo pueden imponerse a nivel mundial recurriendo al concurso de los europeo-occidentales. Por esa razón, Huntington, que ha individualizado como una de las grandes culturas del mundo a la de un diminuto país (Japón), se niega a introducir ninguna distinción entre la cultura norteamericana y la europea-occidental: desea embarcarnos en su misma nave, nave cuyo puente de mando se situará indudablemente en Washington.



[i] Ver Claves, nº 14, julio-agosto de 1990, pp. 20-33.
[ii] El País, 24 de mayo de 1995, p. 12.

La Inquisición española y sus hogueras de mierda

El problema de la Inquisición en España no es que quemase a heterodoxos, pensadores y científicos, sino que tenía que limitarse a quemar pensadores, heterodoxos y científicos de cuatro perras, porque no había otra cosa que quemar en todo el país.

El atraso de España en capital humano es secular. Mientras otras naciones producían ilustrados y pensadores, aquí seguíamos produciendo teólogos y predicadores. Para comprobarlo, basta echar un vistazo a los grandes personajes españoles de los siglos de la Ilustración, reflejados a mansalva en la Enciclopedia Espasa: en España había muchos buenos pensadores, pero su mayor interés residía en publicar un libro tras otro de sermones porque eso era lo que les daba de comer y lo que les permitía avanzar profesionalmente.

¿No pasa hoy lo mismo? Los científicos tratan de publicar lo que más les ayude a allegar fondos para su departamento, su Universidad o su laboratorio, con independencia  de que eso le pueda aprovechar a alguien o no. Y los de entonces, igual. Escribían sermones porque era el arzobispo quien pagaba la imprenta. Escribían vidas de santos, porque eso se vendía, y eso se patrocinaba. Escribían autos sacramentales porque no servía de nada ir al rey a pedir dinero para un avance o una mejora tecnológica.

Quizás un detalle, en forma de anécdota,  ilustra perfectamente lo que fuimos: cuando los franceses comenzaron a publicar la Enciclopedia, lo hicieron por suscripción. En España sólo hubo unos cuatrocientos suscriptores, frente a los más de tres mil holandeses. Bueno, pues si se echa un vistazo a la lista de los cuatrocientos, conservada hoy en París, puede ver se que los nueve primeros son el Inquisidor general y ocho de sus ayudantes.

Que no se diga que, por lo menos, no le ponían ganas a su trabajo....

¡Qué país!

Movilización contra la gripe

Más de un millón y medio de personas se habían reunido en el paseo de la Castellana al llamado unánime de todos los partidos políticos, sindicatos, confederaciones empresariales y organizaciones no gubernamentales.
Los convocantes estaban plenamente satisfechos de su éxito y no era para menos: la movilización había sido completa, y no sólo en la capital. Días antes, en las principales ciudades del país se habían producido concentraciones de similares características, y además prácticamente sin incidentes. En muchas iglesias y universidades tenían lugar encierros, encadenamientos y hasta huelgas de hambre. Incluso los colectivos de funcionarios, más remisos en otras ocasiones a esta clase de medidas, estaban participando activamente en las protestas.
La sociedad al fin se había movilizado contra aquel tremendo problema, y se movilizaba con responsabilidad y energía, sin crispaciones que dieran cancha a los provocadores.
Representantes de todas las organizaciones convocantes se colocaron a la cabeza de la manifestación, esperaron unos minutos y empezaron a marchar sujetando entre todos la pancarta principal.
—NO A LA NEUMONÍA ASIÁTICA —rezaba con grandes letras negras.
Muchos miles de pancartas con lemas similares eran enarboladas por los manifestantes a lo largo y ancho el río humano que ocupaba el paseo.
—-VIRUS NO.
—VIRUS FUERA.
—NEUMONÍA ASESINA.
Jalonaban también la manifestación centenares de banderas, de Extremadura, de Cataluña, de Cantabria, de Galicia, del Recreativo de Huelva, del Betis, de la Hermandad de Donantes de Pene, de la Comunidad de Vecinos Fuencarral 112, del Colegio Oficial de Ingenieros de Minas y cientos, incontables pendones del rey Witiza con crespones negros por la afrenta histórica de Guadalete.
Pronto empezaron a corearse consignas, repetidas fila a fila hasta que en pocos segundo, como una corriente eléctrica, llegaban hasta el final de la marcha, galvanizando los ánimos de los presentes.
¡VIRUS NO
¡VIRUS FUERA!
¡LA PUTA NEUMONÍA ES UNA PORQUERÍA!
¡NI PESTE NI ENFERMEDAD, JUSTICIA Y LIBERTAD!
Al final de la marcha, un conocido representante del mundo del espectáculo leería un manifiesto y estaba previsto que si la epidemia no remitía, se convocarían nuevas movilizaciones mucho más contundentes.
¡Se iba a enterar la neumonía esa!

La mala leche de los romanos con sus políticos

Por aquí pasó Trajano en Triunfo...

¿Y qué hicieron por nosotros los romanos? Tranquilos, que no voy a repetir la broma de la vida de Brian, pero creo que es forzoso aludir a los puentes, los acueductos y el derecho romano algo que a menudo olvidamos:  su capacidad para burlarse del poder establecido y mantenerlo en su sitio.

Y es que hay que hay que conocer a la gente: los romanos convirtieron en diosos a sus emperadores no para adorarlos mejor, sino para tener la blasfemia más a mano y poder lanzarla contra personajes conocidos y cotidianos en lugar de contra señores barbudos encaramados a una nube. Blasfemar contra un ser todopoderoso es ridículo y poco práctico, pero blasfemar contra el que hasta hace poco era tu vecino y se ha convertido en dios resulta mucho más interesante. Y mucho más higiénico mentalmente, ¡dónde vamos a parar!

Para conocer su civilización y el modo de vivir de los romanos no hay nada mejor que echar un vistazo a los grafitis pompeyanos, enterrados dos mil años en las cenizas del Vesuvio, y reírse con ellos. No voy a repetirlos aquí, porque son sobradamente conocidos, pero se los recomiendo a quien aún no los conozca. Hay una edición muy buena en Gredos, creo recordar. 

De entre todos ellos, de todos modos, recuerdo una pintada que decía algo así: "Vota a Marco Cayo para procurador". Y alguien escribió debajo: "El que robó las alforjas a su padre mientras estaba cagando".

Lo que sí quiero reproducir como ejemplo de broma pública, es una dedicatoria satírica al triunfo de Trajano que leí hace tiempo. Era de Novio, si no me falla la memoria, un poeta romano que sabía cómo dirigirse al poder y cómo dar buenos consejos. Y sin escudarse en seudónimos Esto era lo que decía:

“Si al volver de tus campañas militares en triunfo recibes el aplauso y las aclamaciones de los ciudadanos, si cubierto de laureles y perfumes te paseas por las calles, y si luego, ya en tu casa, te desnudas ante el espejo y encuentras un segundo par de testículos, no te enorgullezcas ni te creas elegido por los dioses: simplemente te están dando por el culo”

Insuperable, ¿no os parece?

¿Somos los de abajo? Venga, hombre, no me jodas...

Uno de los eslóganes que he escuchado con más frecuencia en las protestas, y que sigue siendo una especie de himno de las protestas es ese de "somos los de abajo y vamos a por los de arriba". Y cada vez que lo escucho me llevo las manos a la cabeza.

¿Somos de veras los de abajo? ¿de qué vamos diciendo eso en un mundo donde hay cinco mil millones de personas que viven con menos de la mitad de lo que nosotros tenemos?

¿Qué clase de "abajo" entiende la gente que lo dice, sin sonrojarse, después de comer caliente, tener estudios y vivir en una casa decente?

Por supuesto que por aquí hay muchos que viven mejor que nosotros. Por supuesto que la desigualdad ha aumentado y es necesario hacer algo para salvar a esa clase media que ya no lo es aunque se sigue considerando como tal. Por supuesto que tenemos que tratar de impedir que nos devore el entorno, cada vez más hostil, de las relaciones laborales y económicas.

¿Pero somos los de abajo? ¡Qué puñetas! Somos los de arriba, que lloran porque hay otros un poco más arriba. Somos los de arriba que, cuando oyen hablar de repartir y redistribuir, piensan en conseguir algo de los que tienen más, peor ni se nos pasa por la cabeza que repartir y redistribuir significa, necesariamente, que nosotros nos veremos obligados a tener MENOS.

Los de abajo son los que viven con entre tres y cinco dólares al día. Los de abajo son los que no tienen acceso al agua potable, ni a la educación, ni a la sanidad. Y no a un poco menos, como nosotros después de los recortes, sino a ninguna educación y ninguna sanidad en absoluto.

Los de abajo son los que se ahogan en las playas, o los que luchan contra la sequía o la miseria en su país. Y pare ellos nuestras luchas sociales, nuestras protestas y nuestra indignación los banqueros son anécdotas, divertimento de ricos que juegan a  pelearse entre ellos mientras exigen una porción más y más grande de la riqueza común.

Pensar en redistribuir es pensar en ellos y tengo la impresión de que la mayoría de los que hablan de redistribuir piensan en otra cosa..

Rajoy abducido

Después de perder dos veces contra Zapatero, y ya es decir, Mariano Rajoy consiguió llegar al poder. Y allí pensó que  terminaba todo. Lo que nunca se le ocurrió es que hubiese que hacer alguna cosa después, porque el lema, repetido mil veces como un mantra religioso, de que "el que resiste gana", se agotaba como libro de instrucciones una vez superada la sesión de investidura.

O tal vez no, pensó seguramente.

Y así lleva media legislatura con mayoría absoluta dedicándose a resistir, confundiendo los paños calientes con las reformas, los recortes con las reformas, las dilaciones con las reformas, las engañifas que ya no dan ni risa en Bruselas con esas puñeteras reformas que se resiste a abordar porque molestarían a mucha gente.

No se atreve a meterse con las farmacias porque los farmacéuticos son de derechas. No se atreve a meterse con los notarios, porque los notarios son de derechas. No se atreve a meterse con los registradores porque son de derechas y son colegas, ¡joder!

No se atreve a meterse con los colegios profesionales y sus cholletes porque hoy por ti y mañana por mí. No se atreve a meterse con los taxistas porque también son gente que resiste, y le jode luchar contra gente tan tenaz como él. No se atreve a meterse con los estancos, porque los considera instituciones. No se atreve a meterse con las administraciones de lotería, porque le da vergüenza reñir con  la vieja que le sella la quiniela...

Por no atreverse, no se atreve ni a decirle a sus ministros que eso de subir la luz va a acabar con ellos, por mucho puesto que les hayan ofrecido a todos las eléctrticas. Ni tampoco que ya está bien de subir la gasolina cuando subre el petróleo y no bajarla cuando baja. Ni menos aún a explicar por qué puñetas mantuvo a Bárcenas en nómina hasta hace cuatro días....

Toda su política es un constante no atreverse, dejarlo estar, esperar a que callen. ¿De veras quería ser Presidente para esperar a que nos callásemos todos?

Rajoy, más que ocupar el sillón de la presidencia, ha sido abducido por él. Eso es lo que pasa cuando un cargo no es un medio para hacer lo que querías hacer, sino un fin en sí mismo. Llegas, lo ocupas, ¿y qué? Pues bueno, a mantenerlo, aunque sea a fuerza de no responder a los periodistas o responder en una pantalla. Aunque sea explotando la fuerza de un silencio que en otros parece firmeza y en él sólo cobardía. Por algo será, ¿no?