Y lo era. Fui suyo mucho tiempo, y creo que muy a gusto. Creo que con Laura fui feliz. Si existe eso de la felicidad es que alguien te espere por la ma ana a la puerta del instituto para darte un beso, o que te frote la nariz cuando te quedas mirando al vacío. Si existe la felicidad es mirarse al espejo y tratar de averiguar que ha visto en ti la persona más maravillosa del mundo para estar contigo. ¿Qué eso es el amor? ¡Bah!, ¿y qué diferencia hay?
El revés
Aún queda quien dice que la realidad es tozuda, e incluso los hay que creen, contra toda evidencia, que la verdad resplandece. Lo que no mencionan es que, en ocasiones, necesita revestirse de prodigio o superchería para resultar creíble, porque la verdad desnuda no interesa ni a los aficionados al porno.
Así vemos que a menudo le sucede a lo auténtico como a la vaca de Swift, que sólo acabaría en manos de su legítimo dueño si el juez se convencía de que el ladrón tenía derecho a quedársela.
De este modo es como los más valerosos defensores de la verdad se convierten a veces en los peores cínicos y en los mayores embusteros.
A ellos dedico esta historia.
De "la serpiente Lazarillo"
Somos lo que nos vamos
El alma de la tierra son sus gentes.
Durante el romanticismo decimonónico nació una teoría, si se quiere un tanto idealista, que sin embargo refleja perfectamente el sentir de algunos de nuestros mayores. Afirmaban los seguidores de aquella tesis que la tierra aporta su carácter a los hombres que la habitan, y marca en ellos su impronta a través de los alimentos con que los sostiene, el clima en que los envuelve y las dificultades orográficas que les impone. Los hombres a su vez determinan el carácter de la tierra con las obras que construyen y los artificios que idean para convivir con ella. Finalmente el hombre vuelve a la tierra para alimentarla con su sangre y con sus huesos. La tierra alimenta al hombre, y el hombre a la tierra, y si este doble pacto se rompe, sufre la tierra y sufre el hombre.
El pacto se ha roto y nuestros pueblos se mueren, pero no estamos ya en aquel siglo XIX, enso ador y tremendista, sino en una época donde se impone analizar las causas, una época donde por fortuna es más apreciado lo espectacular en la medicina que en los sepelios.
Las políticas europeas, para ser eficaces, deben combatir en primer lugar y ante todo los dos problemas de los que derivan los demás: el despoblamiento progresivo y el envejecimiento de la población.
No hay política ni proyecto que merezca el mínimo respeto si su fundamental objetivo no es que las personas puedan vivir en su tierra y puedan vivir mejor.
Durante el romanticismo decimonónico nació una teoría, si se quiere un tanto idealista, que sin embargo refleja perfectamente el sentir de algunos de nuestros mayores. Afirmaban los seguidores de aquella tesis que la tierra aporta su carácter a los hombres que la habitan, y marca en ellos su impronta a través de los alimentos con que los sostiene, el clima en que los envuelve y las dificultades orográficas que les impone. Los hombres a su vez determinan el carácter de la tierra con las obras que construyen y los artificios que idean para convivir con ella. Finalmente el hombre vuelve a la tierra para alimentarla con su sangre y con sus huesos. La tierra alimenta al hombre, y el hombre a la tierra, y si este doble pacto se rompe, sufre la tierra y sufre el hombre.
El pacto se ha roto y nuestros pueblos se mueren, pero no estamos ya en aquel siglo XIX, enso ador y tremendista, sino en una época donde se impone analizar las causas, una época donde por fortuna es más apreciado lo espectacular en la medicina que en los sepelios.
Las políticas europeas, para ser eficaces, deben combatir en primer lugar y ante todo los dos problemas de los que derivan los demás: el despoblamiento progresivo y el envejecimiento de la población.
No hay política ni proyecto que merezca el mínimo respeto si su fundamental objetivo no es que las personas puedan vivir en su tierra y puedan vivir mejor.
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