El idioma de los gatos (Holst Spencer)

Holst Spencer
 1

Hubo una vez un caballero.

Era un científico.  Después de su nombre, venían letras.

Hablaba cien idiomas, del iroqués al esperanto.

Era autor de varios folletos sobre matemática astral.

Tenía treinta y cinco años, era autoritario y hablaba en voz baja.

Su hobby era jugar al ajedrez en un tablero tridimensional.

Su trabajo era el más dramático entre los eruditos, y el más frenético.  Las fuerzas armadas lo contrataban para descifrar claves, y durante la guerra había hecho un trabajo brillante, pasando días enteros sin dormir.  Los generales se habían asombrado ante él porque varias veces -decían- había salvado, literalmente, la guerra, al descifrar las claves maestras del enemigo.  Y, en verdad, eso significaba que había salvado al mundo.

Pero en toda su vida no pudo acordarse de poner los cigarrillos en los ceniceros, así que todo el mobiliario estaba marcado con pequeñas quemaduras pardas.

Su mujer era rubia y menuda y delgada, y era un ama de casa muy prolija.

Él la arrastraba a la desesperación.

Él estaba siempre haciendo desastres en toda la casa, comiendo en el living, dejando sus medias tiradas por el piso, sus zapatos en el alféizar de la ventana; y, de vez en cuando, un pucho tirado sin apagar en el cesto de papeles provocaba llamaradas; pero, afortunadamente, la casa estaba todavía en pie.

Lo que hizo de su mujer una rezongona.

Ella le gritaba diez veces al día, hasta que él ya no lo pudo soportar; no podía ni quería discutir con ella semejantes tonterías; su mente estaba llena de fórmulas y cifras y extrañas palabras de idiomas antiguos, y, además, era un caballero.

Un día, él la dejó.  Hizo sus valijas y se fue a una casa de campo, ahí cerca, en West Virginia, con un gato siamés.


2

El gato lo hipnotizaba.

Era un hermoso siamés de cola azul que hablaba mucho; es decir, maullaba, maullaba, maullaba, maullaba todo el tiempo.

El sabio se sentaba en su cama y se quedaba mirándolo durante horas, mientras el gato jugaba con pelotas de celofán y saltaba de la cama a la cómoda, después al lavatorio, al piso y luego de vuelta, una y otra vez, a la cama.

De vez en cuando le daba un arañazo al aire.

De pronto se detenía y se dormía.

El sabio se sentaba y miraba esa pelota de piel gris pálido que respiraba tranquilamente, y sus pensamientos divagaban por las insatisfacciones de su vida.

Voltaire había dicho una vez que despreciaba todas las profesiones que debían su existencia sólo al resentimiento de los hombres.  Y la suya era por cierto una de ellas.

Él había perdido todo interés en sus amigos, y en las mujeres.  Encontraba vacía y vulgar a la mayoría de la gente.

Algunas noches hacía la ronda de los bares, como buscando a alguien, sin tan siquiera el éxito ocasional de emborracharse alguna vez.  Los libros lo hacían dormir.

Y finalmente el gato se convirtió en el centro de su vida, su única compañía.

Una noche, mientras estaba sentado mirándolo, creció en él un peculiar deseo.

Quiso comunicarse con él.

Decidió hacer algunos experimentos.

De modo que tapizó las paredes de su garaje con mil jaulitas y en cada una de ellas puso un gato.  La mayoría de los gatos los compró, a otros los recogió directamente de la calle, y algunos hasta los robó a amigos casuales, tan imbuido estaba este hombre de ciencia de su proyecto.

En un magnetófono empezó a recopilar todos los sonidos gatunos.

Grabó sus aullidos de hambre, distinguiendo entre los que querían atún y los que querían salmón.  Algunos querían pulmón, hígado o pájaros.  Y todos estos sonidos los archivó sistemáticamente en su creciente cintoteca.

Cuidadosamente, comparó el grito cuando era amputada una pata delantera derecha, con el grito lanzado cuando se cortaba una pata delantera izquierda.

Registró todos los sonidos que los gatos hacían al aparearse, pelear, morir y parir.

Entonces abandonó su trabajo gubernamental y comenzó a estudiar ansiosamente los miles de gritos y ronroneos que había grabado y, después de un tiempo, los sonidos empezaron a adquirir significado.

Después empezó a practicar, imitando sus registros hasta que dominó el vocabulario básico del idioma.

Hacia el final, ensayó ronronear.

Nunca había experimentado con su propio gato.  Quería sorprenderlo.

Una noche entró en su departamento, colgó su saco en el placard, como siempre, se volvió hacia su gato y le dijo: "¡MIAU!".

3

Así era como los gatos decían, al encontrarse, "Buenas noches".

Pero el gato no se mostró sorprendido.

Contestó: "Mrrrrouarroau", que quiere decir: "Ya era hora".

El gato le hizo entender que lo ayudaría en las más complejas sutilezas del idioma, que estaba bien al tanto de lodos sus experimentos, y que si el hombre no prestaba atención a sus lecciones, sería mraur... ¡perdón!

Al deslizarse las semanas, el hombre descubrió, para su continuo asombro, la fantástica inteligencia de su gato siamés.

Poco a poco, aprendió la historia de los gatos.

Miles de años atrás, los gatos tenían una tremenda civilización; tenían un gobierno mundial que funcionaba perfectamente; tenían naves espaciales y habían investigado el universo; tenían grandes plantas energéticas que utilizaban una energía que no era atómica; no necesitaban ni radios ni televisión, porque usaban una especie de telepatía y algunos otros portentos.

Pero una cosa que los gatos descubrieron fue que la importancia de cualquier experiencia dependía de la intensidad con la cual era vivida.

Se dieron cuenta de que su civilización se había vuelto demasiado compleja, de modo que decidieron simplificar sus vidas.

Por supuesto, no pretendieron tan sólo "volver a la naturaleza" -eso habría sido demasiado-, así que crearon una raza de robots para que los cuidaran.

Estos robots eran un progreso, mecánicamente estaban por encima de cualquier cosa producida por la naturaleza.

Un par de sus más grandes inventos fueron el "pulgar oponible" y la "postura erguida".

No quisieron molestarse en arreglar los robots cuando se rompían, de modo que les dieron una inteligencia elemental y la facultad de reproducirse.

Por supuesto, nosotros somos los robots a los que el gato se refería.

Y ahora el científico entendió por qué los gatos habían parecido siempre tan desdeñosos de sus amos.

El gato le explicó que ellos no temían a la muerte; en verdad, vivían vidas constantemente apasionadas y heroicas, y cuando estaban bien preparados, cuando les llegaba la hora, daban la bienvenida a la muerte.

Pero no querían una muerte atómica.

Y los robots habían desarrollado una mezquina e irracional actitud hacia los ratones.

"Se nos ocurrió que bastaría barrer con la raza, pero entonces tendríamos que volver a tomarnos el trabajo de crear una nueva", dijo el gato (a su manera, por supuesto), "de modo que decidimos intentar algo que, francamente, muchos gatos pensaron que sería imposible: ¡enseñarle a un robot cómo hablar el idioma de los gatos, para que pudiera transmitir nuestras órdenes al mundo!"

"Te elegimos a ti", dijo el gato condescendientemente, acaso como le hablarían nuestros científicos a un mono al que hubieran enseñado a hablar, "porque de todos los robots nos pareciste el más promisorio y receptivo, y la mayor autoridad en tu pequeño terreno".

El gato le dio al hombre una lista de reglas, que él copió en un pedazo de papel.

Las reglas eran:

NO PATEES A LOS GATOS.

NADA DE GUERRAS ATÓMICAS.

NADA DE TRAMPAS PARA RATONES.

MATA A LOS PERROS.

"Si el mundo no obedece estas reglas, simplemente eliminaremos la raza", dijo el gato, y después cerró sus ojos y bostezó y se estiró e inmediatamente se quedó dormido.

Saint Exupery y la piedad



Quizás un texto que no se esperase en este autor, pero absolutamente sincero:



Pues he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia. Pero nosotros, que gobernamos a los hom­bres, hemos aprendido a sondar su corazón para otorgar nuestra solicitud sólo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormen­tan el corazón de las mujeres, así como a los mori­bundos, y también a los muertos. Y sé por qué.




Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curan­deros para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que re­cosían la piel sobre la carne.


Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pesti­lencia, al sorprenderlos rascándose y humectándose con fiemo como aquel que estercoliza una tierra para arran­carle la flor purpúrea. Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofren­das recibidas; pues quien ganaba más, se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello.


Si consentían en consultar a mi médico, era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud. Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo.

Ciudadela. Antoine de Saint Exupery. 

La civilización como forma de poder

Las tesis de Huntington son relativamente bien conocidas y se resumen en la afirmación de que el próximo siglo XXI será el del "choque entre civilizaciones". Huntington diseña un mundo compuesto por ocho grandes civilizaciones, a saber, la occidental o euro-norteamericana, la europeo-oriental o eslava, la islámica, la confuciana, la budista, la japonesa, la latinoamericana y la africana. Estas ocho grandes civilizaciones actuarían a manera de gigantescas "placas tectónicas" que chocaran entre sí, dando lugar a una serie de conflictos que constituirían la esencia del próximo siglo.
A la teoría del señor Huntington se le podrían oponer un sinfín de consideraciones. Para empezar, las civilizaciones en que divide a la Humanidad son bastante caprichosas y resultan más inteligibles para un conocedor de los objetivos estratégicos norteamericanos que para un sesudo especialista en Historia de las Culturas. Por ejemplo, llama la atención que se individualice como una de las grandes ocho civilizaciones del mundo a la japonesa, rechazando el incluirla en la confuciana o en la budista, lo que sería mucho más lógico desde el punto de vista de la Historia Cultural. La razón para esto no es otra que la percepción de Japón como gran amenaza para los EE.UU. En un artículo titulado "Los nuevos intereses estratégicos de EE.UU."[i], Huntington escribía que uno de los objetivos primordiales de los EE.UU. era "mantener a EE.UU. como primera potencia mundial, lo que en la próxima década significa hacer frente al desafío económico japonés (...) EE.UU. está obsesionado con Japón por las mismas razones que una vez estuvo obsesionado con la Unión Soviética: ve a aquel país como una gran amenaza para su primacía en un campo crucial del poder (...) La preocupación ya no es la vulnerabilidad de los misiles, sino la vulnerabilidad de los semiconductores (...) Los estudios se centran en cifras comparativas de EE.UU. y Japón en crecimiento económico, productividad, exportaciones de alta tecnología, ahorro, inversiones, patentes, investigación y desarrollo. Aquí es donde reside la amenaza al predominio norteamericano y donde sus gentes lo perciben".
Sólo a partir de esta percepción estratégica del peligro japonés cabe individualizar a Japón como una cultura individual entre las ocho grandes civilizaciones del mundo.
Pero lo realmente importante es otra cosa. Es la respuesta a la pregunta: ¿Qué quiere justificar Huntington con su teoría? No hace falta ser un genio para intuirlo. La hegemonía norteamericana a nivel planetario no va a dejar de ser contestada en múltiples rincones del mundo. Aunque los europeos occidentales se hayan conformado con convertirse en un apéndice transatlántico del american way of life y se encuentren sumamente a gusto en su papel de "compañeros de viaje" de Washington, no parece creíble que el resto del mundo vaya a seguir esa senda. Por mucho que el rock se escuche en Beijing y en Maputo, por mucho que el sueño de un niño de Rabat o de Yakarta sea ir a Disneyworld, no dejan de existir las contradicciones más sangrantes en el orden político y económico mundial. Un orden diseñado y mantenido para beneficiar a los EE.UU. y sus protegidos de Europa Occidental.
Conflictos van a surgir y eso es inevitable. ¿Cómo justificar la continua intervención del poderío político, económico y militar de los Estados Unidos para mantener el statu quo? El Imperio del Mal con sede moscovita se ha hundido y ya no cabe atribuir al oro de Moscú las "amenazas" que surgían en Nicaragua, en Somalia o en Indonesia. Hay que ofrecer una nueva explicación que tenga el suficiente empaque ideológico para el mantenimiento de las mayores Fuerzas Armadas del mundo, alimentadas por una industria de estructura totalmente belicista, sobre las que se basa todo el tejido social norteamericano. Y no hay explicación mejor que la de Huntington. Las civilizaciones están ahí, van a chocar inevitablemente, y debemos estar preparados para ello, sostiene Huntington. Podemos lamentarlo —argüirán Huntington y sus secuaces— pero ello no evitará que las grandes culturas estén condenadas a enfrentarse. Y en todo enfrentamiento debe haber un vencedor. Nos podemos imaginar cual desearía Huntington que fuese.
Uno se pregunta porqué extraña razón el pensamiento estratégico norteamericano no había caído hasta ahora en la cuenta de la existencia de grandes conjuntos culturales, de grandes civilizaciones, en la vida de la Humanidad. La existencia del sandinismo o el conflicto árabe-israelita podrían haber sido explicados de manera satisfactoria con este paradigma desde hace varios decenios. Pero entonces hubiera sido poco conveniente. Si en el fedayin palestino sólo se hubiera visto a un enemigo de los sionistas, el público norteamericano podría haberse dado por no concernido; era mucho más rentable políticamente presentarlo como un pelele de Moscú. Lo mismo cabe decir del guerrillero sandinista o del iraní Dr. Mossadegh.
Pero Moscú ya no sirve de excusa. El comunismo ya no es creíble como amenaza porque salvo cuatro nostálgicos irreconvertibles nadie con dos dedos de frente se atrevería a reivindicar el comunismo soviético. Debe dibujarse una nueva amenaza, un nuevo peligro, en este caso la inevitabilidad de un choque a nivel planetario entre grandes civilizaciones, en el que Occidente (el Occidente del Monoteísmo del Mercado) debe vencer, porque de lo contrario será aplastado.
El nuevo paradigma de Huntington, en resumen, cumple un papel fácilmente identificable en la estrategia norteamericana por mantenerse en la situación hegemónica mundial de la que disfruta.
Bajo este paradigma "culturalista" se esconde, apenas agazapado, el objetivo sempiterno de la política exterior norteamericana: mantener la hegemonía económica de los EE.UU. Veamos un ejemplo: en una de las últimas entrevistas concedidas por Huntington a la prensa española, el titular, muy elocuente, decía: "La amenaza viene de China". Este es un fragmento:
"—¿Cuál es la principal amenaza del siglo XXI?
—El mayor peligro de desestabilización se encuentra en Asia. La amenaza viene de China, que es cada vez más agresiva. Su política causa gran preocupación entre las naciones vecinas. No hay que perder de vista sus movimientos militares en el mar del Sur de la China.
—¿De dónde le viene esa agresividad?
—China es el país más poblado del mundo y, en volumen económico, se sitúa en el tercer puesto, pero en el año 2000 su economía habrá avanzado al segundo lugar del mundo. Históricamente ha tenido una enorme influencia en el sureste asiático pero, desde mediados del siglo pasado, se ha visto humillada por Occidente. Es natural que ahora trate de recuperar el poderío y la influencia que tuvo durante milenios"[ii].
En este fragmento queda bien de manifiesto que no se trata de que la cultura china amenace a la occidental (ni a la islámica, ni a la latinoamericana...), sino que el interés de China por ocupar un lugar en el escenario internacional acorde a su peso demográfico, a su pasado histórico y a su potencial económico constituye una amenaza a los intereses económico-estratégicos de los EE.UU. No hay un choque de civilizaciones, sino un choque de intereses. Pero desde que el mundo es mundo los choques de intereses suelen ser camuflados bajo hermosos discursos ideológicos. Y desde que el mundo de la Ilustración empezó a formular una serie de Leyes universales que regían los distintos aspectos de la vida y de la historia, estas leyes se han convertido en poderosos argumentos justificatorios. La pobreza y la miseria de las masas no eran fruto de injusticias económicas corregibles, ya que la economía se regía por Leyes Económicas objetivas y de no ser observadas éstas, el mundo económico iría hacia el Caos. Tratar de subvertir el capitalismo era ir contra las leyes económicas fundamentales.
De la misma manera, las leyes biológicas de Darwin fueron utilizadas para justificar y sancionar con el prestigio de "lo científico" la victoria de ciertas clases sociales o ciertos grupos étnicos, ya que en la "lucha por la vida", sólo podían vencer "los más aptos" y esto no sólo era inevitable, sino bueno, ya que contribuía al progreso de las especies. Se podía lamentar, sí, pero eso no impedía que fueran leyes inexorables. El nuevo paradigma de Huntington se coloca en esa misma perspectiva. La lucha entre civilizaciones es un hecho insoslayable. Debemos prepararnos para él y combatir esa guerra, para ganarla. Con la división de civilizaciones adoptada por Huntington, Europa Occidental debe agregar su poder al de los Estados Unidos. No olvidemos que —pese a ser la potencia hegemónica mundial— el poder relativo de los EE.UU. en el escenario internacional no deja de decrecer, conforme otras regiones del mundo se modernizan económica y tecnológicamente. Hoy los EE.UU. sólo pueden imponerse a nivel mundial recurriendo al concurso de los europeo-occidentales. Por esa razón, Huntington, que ha individualizado como una de las grandes culturas del mundo a la de un diminuto país (Japón), se niega a introducir ninguna distinción entre la cultura norteamericana y la europea-occidental: desea embarcarnos en su misma nave, nave cuyo puente de mando se situará indudablemente en Washington.



[i] Ver Claves, nº 14, julio-agosto de 1990, pp. 20-33.
[ii] El País, 24 de mayo de 1995, p. 12.

La Inquisición española y sus hogueras de mierda

El problema de la Inquisición en España no es que quemase a heterodoxos, pensadores y científicos, sino que tenía que limitarse a quemar pensadores, heterodoxos y científicos de cuatro perras, porque no había otra cosa que quemar en todo el país.

El atraso de España en capital humano es secular. Mientras otras naciones producían ilustrados y pensadores, aquí seguíamos produciendo teólogos y predicadores. Para comprobarlo, basta echar un vistazo a los grandes personajes españoles de los siglos de la Ilustración, reflejados a mansalva en la Enciclopedia Espasa: en España había muchos buenos pensadores, pero su mayor interés residía en publicar un libro tras otro de sermones porque eso era lo que les daba de comer y lo que les permitía avanzar profesionalmente.

¿No pasa hoy lo mismo? Los científicos tratan de publicar lo que más les ayude a allegar fondos para su departamento, su Universidad o su laboratorio, con independencia  de que eso le pueda aprovechar a alguien o no. Y los de entonces, igual. Escribían sermones porque era el arzobispo quien pagaba la imprenta. Escribían vidas de santos, porque eso se vendía, y eso se patrocinaba. Escribían autos sacramentales porque no servía de nada ir al rey a pedir dinero para un avance o una mejora tecnológica.

Quizás un detalle, en forma de anécdota,  ilustra perfectamente lo que fuimos: cuando los franceses comenzaron a publicar la Enciclopedia, lo hicieron por suscripción. En España sólo hubo unos cuatrocientos suscriptores, frente a los más de tres mil holandeses. Bueno, pues si se echa un vistazo a la lista de los cuatrocientos, conservada hoy en París, puede ver se que los nueve primeros son el Inquisidor general y ocho de sus ayudantes.

Que no se diga que, por lo menos, no le ponían ganas a su trabajo....

¡Qué país!