Homenaje a Martín Santos (y a León)


Hay ciudades tan aletargadas por inviernos montaraces, tan asentadas en piedras rancias y tradiciones acartonadas, tan pagadas de sí mismas pero nunca por sí mismas, tan pastoreadas de obispos que rechazaron toda industria por no verse rodeados de obreros, gente zafia y malhablada que trabaja más que reza, tan perdidas entre curvas que no cesan y autovías que no llegan, tan acostumbradas a guardar una corona en el baúl, tan cerca de muchos puertos pero todos de monta a, tan roídas de endogamia más o menos ostensible, tan ahogadas entre ríos que son ríos porque estorban y no porque llevan agua, tan decoradas a medias por parques donde no hay ni os, tan entra ables como una abuela coja, tan plenas de posibilidades como una abuela coja, tan ágiles como una abuela coja, tan lucidas de casas nuevas que nadie sabe quién compra y aún menos para qué, porque siempre están cerradas, tan amables para andarlas, tan tenaces en su lucha contra el tiempo, si lucha es dejarse llevar con dignidad, tan carentes de teatros que no sean cines y de cines que no sean minifundios, tan ciegamente confiadas en que no hay mal que cien a os dure, ni cuerpo que lo resista, ni necesidad de buscarle remedio porque al fin Dios proveerá, tan pobladas de pobres que sí son pobres y ricos que no son ricos, tan encastilladas en la más feroz indiferencia, tan alejadas del mundo que no existen si no nieva, y si nieva sólo existen con cadenas, tan traídas y llevadas en blasones seculares, tan envueltas en banderas que a la postre son sudarios, tan afables y tranquilas, tan devotas de la boina y el manteo, de la faja color carne y el moquero, que sólo tienen catedral.

Seremos tristes

Es inútil: nada pueden los torrentes de argumentos que descienden de la lógica para arrastrar los obstáculos, de nada sirve pensar que todo se reduce a cambiar el objetivo por otro que busque y quiera lo que podemos ofrecerle. Todos seríamos más felices si aspirásemos únicamente a lo que podemos lograr, o a lo que racionalmente nos conviene, pero no es posible cambiar lo que queremos sin dejar por el camino jirones de dignidad, y tanto da claudicar por cobardía como por pura inteligencia. Es claudicar y basta.
Sólo queda, pues, una salida que no implique rendición: seremos necios y porfiados insistiendo en exigir pan a las piedras y dulces trinos al asno. Simularemos sorpresa ante cada impensado desaire, ante cada desdén reflejo, ante cada indeliberado desprecio. Fingiremos interés por asuntos que jamás nos importaron, por los cables y las redes que interconectan vacíos, por los fines que no existen, por los medios que los buscan, por los hombres enganchados, las mujeres conectadas y los coros que les cantan alabanzas multimedia en formato MP3.

Seremos mansos, tranquilos, sonriendo a la ignorancia, acallando el improperio que atrapado a última hora aún rebulle entre los labios. Remedaremos sonrisas donde sonrisas se esperen y al final, tal vez al cabo, ensayaremos verdades entreveradas de bromas.

Seremos tristes de nuevo, imaginando sus labios humedecidos en besos de travieso experimento, imaginando otros brazos alrededor de su cuerpo, otras manos perfilando su cintura, apoyadas en el firme pedestal de sus caderas, imaginando otros ojos reflejados en los suyos, siempre el maldito reflejo.

Seremos tristes de nuevo representando caricias que nunca osamos probar, que ella nunca aceptaría, arriesgaremos ensayos en sus dedos o en su pelo y arriesgaremos con miedo, con temor a ese reproche que alguna vez ya entrevimos.

Seremos tristes porque tristes nos queremos: es el único motivo si es que motivos precisa semejante antología de amatorios desatinos y penas extravagantes. Seremos tristes porque la melancolía es verde musgo del alma y sienta bien a los recintos devastados, a las ruinas de fortalezas perdidas y hasta a los pobres apriscos donde a diario reunimos las cabras de los anhelos, los incontables reba os de este Majadero Concejo de la Mesta que pastorea los celos por veredas cuesta arriba.
Seremos tristes porque sólo tristes dejamos de ser ridículos.


El privilegio de Dulcinea, Javier Pérez, 2001.

Entender


¿Y qué culpa tengo yo de que no piensen las flores?

Pero quién si no: nuestro es el exceso y nuestro el artificio, y si hay reo, si es preciso que alguien cargue con esta cruz astillada, con estos grilletes romos, ha de ser el que reviste de consciencia la belleza, el que sabe pero ignora, el que conoce y olvida, el que interroga y disfraza, el que idea la mentira porque entiende la verdad.

Entender es la condena. Entender que la esperanza es un placebo, una píldora de azúcar para un cáncer de vehemencia, un fracaso a plazo fijo que cobra a precio de usura cada día que entretiene su demora. Comprender y al fin callar, ante cada circunstancia adversa, ante cada despedida, ante el mundo y el espejo, sobre todo ante el espejo. Callar como enmudecen los sepulcros, que corrompen lo que dicen que atesoran, callar como las madres callan cuando el hijo las defrauda, callar hasta convertir en misterio lo que sólo es un fracaso del raciocinio, del vanidoso intelecto, que se quiere pionero y va siempre por detrás del sentimiento, justificando sus errores, defendiendo sus caprichos con argumentos capciosos, sepultando sus vergüenzas bajo alfombras de artificio.

El privilegio de Dulcinea, Javier Pérez, 2001.

Respeto a los libros


En 1936 (o 38) los nazis organizaron una gran quema de libros.

En aquel entonces, estaba de corresponsal del New York Times en Berlín John Dospassos, y en una rueda d eprensa preguntó al minsitro de Cultura, Dr. Ley:


-¿Por qué queman ustedes estos libros? Tratre de explicarlo al público americano.


Y repuso el doctor Ley:


-Porque son infecciosos, peligrosos y nocivos. Porque creemos en la fuerza de los libros, también en la de los malos, y porque lamentablemente no está en nuestra mano quemar a los autores.


Razón no tenía, pero a veces se echan de menos alguien que crea en ellos, aunque sea para mal.

Cruzar el río


Padecemos un amplio desprestigio de la realidad, justo cuando deberíamos creer que es precisamente lo real lo que nos permite mirar el pasado con gesto de condescendencia. No hemos pasado grandes hambrunas ni guerras, nos curan cuando estamos enfermos y hasta hay leyes que nos aseguran el derecho a que nos miren bien.
Y sin embargo, nunca fue tan rentable para un político predicar sobre el retablo y alentar a los suyos a creer que la foto del puente es lo mismo que el puente.
Por la foto no cruzaremos el río, pero aplaudimos de igual modo las siglas atribuyéndoles un significado que se ha ido desdibujando hasta el mero residuo estético.
Y ahí es donde de nuevo interviene la foto, esta vez la de una idea en la que un día creímos.
Pero por esa tampoco cruzaremos el río.

La espina de la amapola


Cuando ves un novela como esta, con una cruz gamada en la portada, lo primero que piensas es que los nazis van a ser los malos y que van a perder al final, de una manera o de otra. Pero aquí no. El autor no sólo explica por qué llegaron al poder sino que a veces tienes la impresión de que lo considera natural. Y aunque al principio choque, es un cosa que se agradece y mucho, porque estaba ya un poco cansada de leer que un país como Alemania se volvió loco de repente y los votó en las elecciones.
En ese sentido La Espina de la Amapola es lo más original que he leído ambientado en la época, por las cuestiones que se atreve a plantear y por la honradez con que lo hace, sin miedo a separarse de lo que se supone que hay que decir.
La tesis parece ser que las naciones no se vuelven locas de repente, y que si un pueblo con la tradición cultural de Alemania votó en las urnas a un individuo como Hitler tuvo que ser por alguna razón muy grave. Y de eso va la cosa. De eso, y de que por primera vez se impone la prohibición sobre el consumo y tráfico de drogas, que hasta ese momento eran libres. Las prohibiciones, como siempre, generan mafias, y ahí es donde se arma el gran lío, porque a mucha gente le parece buena idea aprovechar la cantidad de morfinómanos que dejaron los hospitales de la I Guerra Mundial para enriquecerse vendiéndoles morfina.
La historia en sí es entretenida, a ratos divertida, a ratos tierna y a veces un poco brutal. Hay un poco de todo, desde el excombatiente chiflado que no acabas de saber si es un romántico o un psicópata, a un adivino paralítico y rencoroso, a una chica de alta sociedad, rica pero fea, que se muere de soledad viendo cómo su padre no admite a ninguno de sus pretendientes.

amapola
El mejor sin duda es el comisario protagonista, que nunca llegas a saber de qué pie cojea, porque el autor consigue hacer simpáticos a los malos hasta hacerte dudar de qué te gustaría que pasase. Y el final es bestial, uno de esos finales que encajan y que no tienen que traerse por los pelos como aquel de Abre los Ojos, de Amenábar.
Como novela policiaca, muy buena. Como novela histórica sobre el nazismo, de lo mejor que he leído.
A veces es un poco bestia, pero si no lo fuera no sería real.

Julia Manso

El sueño y el olvido



Intentó sentir piedad por aquel atajo de esclavos, o al menos por sus familias, pero lo único que consiguió fue que se le revolviese aún más el estómago. La adicción podía superarse con fuerza de voluntad, y conocía a muchos que lo habían logrado. Con ayuda o por sus propios medios, negándose simplemente a volver a inyectarse. Los que se dejaban triturar en aquel molino siniestro, arrastrando de paso a los suyos, no eran seres humanos sino basura. La adicción no era como una mutilación de guerra: a un mutilado no le basta con la voluntad de recuperar sus piernas para volver a andar, pero aún así, a fuerza de coraje, muchos lograban llevar una vida casi normal, absolutamente digna. ¿Cómo podían reclamar compasión los que no eran capaces de sobreponerse a su propia mano?
Pero, ¿qué habían hecho sus madres, sus esposas o sus hijos?, ¿cual era su delito? El peor seguramente: la mansedumbre. La tolerancia. Intentar comprender al germen que te mata, negociar con él, acercarse a sus razones. No se puede ser comprensivo con la lepra. No hay ecuanimidad ni compasión con ella que no equivalga al suicidio.


El comisario Müller, en La Espina de la Amapola

¿Le funcionará?



Después de la muerte de su marido, Magdalena Strahler había adquirido la costumbre de leer todos los días el periódico, aunque no sabía muy bien si para tratar de interesarse por lo lejano u olvidarse de lo más próximo. Antes de casarse, jamás se había preocupado por lo que ocurría a su alrededor y se mantenía intencionadamente al margen de la sordidez que se adueñaba de Alemania; incluso recordaba sentirse un poco molesta cuando alguien se empe aba en entablar una discusión política durante una reunión social. Para ella, en aquellos tiempos, lo más juicioso era negar la realidad hasta el momento en que cambiara por sí sola, de modo que su veneno no llegase a penetrar en la vida de las personas ensuciando de antemano los días futuros. Aunque entonces no tenía palabras para expresarlo, pensaba desde muy joven que los hechos exteriores sólo se convierten en reales una vez que se han asumido y empiezan a cambiar el modo de comportarse con los demás y con uno mismo. Por eso no quería saber nada: para permanecer incólume.


El "paraquéidista"


En las llanuras de la autocompasión, envuelto en la sórdida manta de mil razones endebles, yacía en pie viviendo del placebo, embriagado con el dulce beleño de la autocomplacencia. A veces, cuando sucumbía a la lucidez, dejaba vagar su mente por el horizonte en busca del punto de fuga de sus perspectivas, y así llegó a aprender que cualquier punto es de fuga cuando se miran los paisajes de la nada. Harto de malvivir en su lucha prefirió bienmorir en conformidad, cortándose las venas del coraje con la hoja con que antes se afeitaba las derrotas cada mañana. Con las heridas abiertas, pero sin sangre que manar, vio correr el tiempo, clavado al suelo, como un árbol seco que eleva los brazos al cielo implorando un leñador, y entre tanto yace erguido, muerto pero en pie, en pie pero muerto. Así logró mitigar los días, mezclándose con los incontables militantes del suicidio, descarnados de valor, reencarnados en miseria, con otros como él, espectros de proyectos malogrados: mal logrados espectros que proyectan lúgubres sombras de olvido, tan vastas que incluso ellos olvidan que están muertos, y en quimérica existencia malríen, malaman y malsufren hasta que remueren.

La aceleración de la historia


La aparente aceleración de la Historia, y digo aparente porque cada cual sabe del ritmo al que se mueven los acontecimientos en su época, restando importancia a hechos que nuestros antepasados tuvieron por cruciales, se debe seguramente a una acumulación de sinergias tecnológicas, de conocimientos que se suman y producen nuevas técnicas, y sobre todo de comunicación, lo que incrementa la productividad de los recursos empleados y acelera los plazos.


Las explicaciones económicas de este fenómeno son tan largas como tediosas, y no ha lugar meterse a ello aquí, pero el hecho es que toda nueva tecnología, sea de información o de producción de churros, tiene un techo, y cuando se alcance el de la comunicación, en la coyuntura económica que vivimos, vaticino que se interpretará como un paso atrás, pues nos hemos acostumbrado a que todo lo que no funciona inmediatamente es porque está averiado.


Así, cuando de nuevo sea necesaria la paciencia para dar el siguiente paso, no sé yo cuantos estarán armados de ella y qué consecuencias pueden derivarse de ese asunto.


Falta saber, sobre todo, si la aceleración de la historia ha activado también el entendimiento del hombre, Y si la presión del contenido modifica la capacidad del continente, pero esa ya es otra historia.

La teoría del muro


Consentirlo todo es como devaluarlo todo, porque en un mercado donde cualquier cosa valiera como moneda nadie vendería su mercancía.

Eso creo y a veces así trato de aplicarlo, desde mi humilde covacha.

¿Me explico?

Creo que el deber de todo el que ame la cultura y el arte es oponerse a lo nuevo aunque sólo sea por el mero hecho de ser nuevo. Creo que la figura del rancio, carca, reaccionario y apolillado es absolutamente necesaria para que las novedades tengan que pasar al menos un filtro, o una barrera. Las nuevas ideas y las nuevas tendencias deben encontrarse con un muro en el que probar su fuerza, y si son lo bastante pujantes para llevarme por delante, yo seré el primero en alegrarme de mi derrota. Pero si son enclenques, enfermizas o sin sustancia, que se estrellen y desaparezcan. Por eso me gusta oponerme a lo nuevo: para que me aplaste si vale la pena o se desintegre si no.


Lo contrario es abrir la puerta de casa a las moscas de la calle.


Me temo.