Hemos cambiado. Nos han abierto una puerta más: la del abismo.
Cuando el joven se interroga sobre cómo desea su futuro, ya no viene obloigado a una vocación. La elección ha dejado de plantearse como la bússuqeda de la opción más deseable entre todas las posibles.
El nuevo mecanismo, la manija de la mente moderna induce a pensar que existe una disyuntiva entre la actividad y la falta de ella. Parece configurarse en algunas mentes aparentemente lógicas la intuición de que es posible renunciar a cualquier acción, y vegetar por siempre sobre un ocio permanente que no satisface ni llena, pero ocupa las horas.
No hacer nada en absoluto, o intentarlo como objetivo mayor, se ha vuelto posible. Siempre lo fue, pero ahora parece haber tejido sus ropajes de justificación.
La inacción.
Unos la pintan de reflexión y otros de espera, y los que antes se veían perseguidos por la ley de vagos y maleantes emplean lo que se ha gastado en formarlos para cubrir de razones una voluntad parasitaria mal avenida con su supuesto respeto supremo a la sociedad.
No hacer.
Esa es la razón última del actual auge de tantas filosofías orientales, fundamentalmente introspectivas, y sobre todo, contemplativas a ultranza.
Es la hora de la contemplación. El viejo aserto de «que inventen otros» se ha visto actualizado al «y que lo hagan otros».
Es el principio.
Pero nunca faltan palas para enterrar al que no se mueve.
Veremos.