No hacer


Hemos cambiado. Nos han abierto una puerta más: la del abismo.

Cuando el joven se interroga sobre cómo desea su futuro, ya no viene obloigado a una vocación. La elección ha dejado de plantearse como la bússuqeda de la opción más deseable entre todas las posibles.

El nuevo mecanismo, la manija de la mente moderna induce a pensar que existe una disyuntiva entre la actividad y la falta de ella. Parece configurarse en algunas mentes aparentemente lógicas la intuición de que es posible renunciar a cualquier acción, y vegetar por siempre sobre un ocio permanente que no satisface ni llena, pero ocupa las horas.

No hacer nada en absoluto, o intentarlo como objetivo mayor, se ha vuelto posible. Siempre lo fue, pero ahora parece haber tejido sus ropajes de justificación.
La inacción.

Unos la pintan de reflexión y otros de espera, y los que antes se veían perseguidos por la ley de vagos y maleantes emplean lo que se ha gastado en formarlos para cubrir de razones una voluntad parasitaria mal avenida con su supuesto respeto supremo a la sociedad.
No hacer.

Esa es la razón última del actual auge de tantas filosofías orientales, fundamentalmente introspectivas, y sobre todo, contemplativas a ultranza.

Es la hora de la contemplación. El viejo aserto de «que inventen otros» se ha visto actualizado al «y que lo hagan otros».
Es el principio.

Pero nunca faltan palas para enterrar al que no se mueve.

Veremos.

alabanzas al perdedor


Tanto se ha extendido la lírica y la estética del perdedor que a veces le da a uno vergüenza haber conseguido algo y no ser uno más de los que se arrastran por ahí convaleciendo de sus guerras perdidas, sus proyectos fracasados y sus amores traicionados.
Ir a la guerra luce poco, y me alegro, porque la guerra es una actividad asquerosa; pero lo que me llama la atención es que, una vez se ha pasado por la trinchera, lo verdaderamente chic es perder, rasgarse las vestiduras y sufrir mucho.
En literatura es casi una plaga: el personaje interesante, el que verdaderamente atrae la atención del lector, es el que no tiene dónde caerse muerto, sufre todas las injusticias y trata de imponerse a su desgracia. Que trate de imponerse es estupendo, pero es que la mayoría de los autores hacen hincapié, mucho hincapié, en esa desgracia. Y luego, encima, te dicen que es literatura social para concienciarte de algo, cuando yo, lo que veo, es un absoluto abandono al morbo. Un morbo, que por cierto, tengo aún por investigar en su filiación y procedencia.
Desde que Dickens descubrió lo que vendían los huerfanitos, las mujeres abandonadas y la gente pasando frío bajo la niebla, hay gente que no se baja de la burra ni a tiros.
Así, acabaremos deseando inconscientemente que todo sea una mierda para que componga mejor cuadro.
Y eso, creo yo, es una incitación al suicidio como otra cualquiera.
O peor.

Intrascendencia


De otro mal nos moriremos
No es la falta de decisiones lo queno aplasta, ni la incertidumbre que algunos dicen les agarrota.

Lo malo es la inocuidad.

Lo malo es que tanto da decidir una cosa como otra, mirar atrás o adelante, en una luz excesiva donde todo al fin se arregla con otra moneda tras el Game Over.

Lo malo es la necesidad de tragedia para escapar del silencio.

Lo malo es la devaluación del espectáculo del miedo y el sufrimiento, necesitados de superarse a sí mismos para no caer en la trivialidad de la doma de pulgas.
No es el peso. No es la importancia excesiva.
Moriremos de intrascendencia.

Y sin saberlo.