Arqueología literaria


En todas las épocas y generaciones hay naufragios. Y en todo tiempo, los tripulantes del momento sacan a flote a los que creen mejores para salvarlos del olvido.
Algunas épocas fracasaron, y los que alcanzaron la fama entonces, alabados por sus contemporáneos, fueron poco a poco decayendo en el olvido, sustituidos por los que lentamente iban exhumando los conservadores de museos del futuro. Y hubo tiempos también de envidiable lucidez, años en los que hombres como Thomas Mann, Proust, y Kafka se hicieron famosos poco después de publicar sus libros.
Aquellos años veinte se redimen con sólo mostrar tan buena puntería, y es mucho lo que esta dice de las personas que ocupaban los cargos y posiciones preeminentes: uno años en los que Proust y Mann no deben esperar un siglo a que les llegue el reconocimiento es una época dirigida por grandes hombres, de férreo criterio.
La pregunta subsiguiente, cómo no, es quién nos lidera a nosotros y qué juicio debemos asumir de nuestros prohombres a la vista de los pendones que alzan para distinguir nuestro tiempo.
Porque las obras de los egipcios serían las mismas, sin duda, sepultadas bajo las arenas del desierto que náufragas del mar. ¿Pero pensaríamos lo mismo de la civilización de los faraones si las pirámides, colosos y templos que conocemos hubiésemos tenido que desenterrarlos bajo una cordillera de urinarios que los propios egipcios hubiesen levantado encima?
Cada pueblo, cada nación y cada época no es sólo lo que dejó, sino también lo que hubiese querido mostrar como estandarte.
Y lo nuestro parecen los urinarios.
Hay más, no lo duden: el que quiera que excave.

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