La duración del hombre y la de sus obras parecen demostrarse magnitudes inversas.
Cuando vivir treinta o cuarenta años era la única pretensión razonable, las generaciones se empeñaban una tras otra en construcciones descomunales que han llegado luego a milenarias. Hoy, que el que viene al mundo puede contar con que vivirá ochenta años si no tiene demasiada mala suerte, triunfa la provisionalidad como nunca antes en forma de objetos y construcciones que aspiran a renovarse hasta dos y tres veces a lo largo de la vida de su artífice.
Dejando a un lado consideraciones más prosaicas sobre sistemas económicos y creencias religiosas dominantes, se me ocurre que semejante fenómenos puede deberse a que el hombre se va ahora del mundo hastiado de tanto vivir, en medio de una vejez convulsa que antes no llegaba a conocer.
En otros siglos, los poderosos, los que tenían capacidad de decidir sobre lo que podía y no debía hacerse, se iban del mundo amándolo todavía y trataban de prolongar sus días en piedras e inscripciones; hoy, cuando son las enfermedades degenerativas las que deben obligarlos a descender a la tumba, se van tan vacíos, tan ahítos de rencor por la inmortalidad que no alcanzaron, que sólo dejan tras de sí las babas de su fracaso.
Tal vez el nihilismo sea eso: un modesto reconocimiento de que no se es capaz de hacer nada perdurable.
Una rendición gruñona.
9 comentarios:
Y, sin embargo, pocos son los que van con gusto. Porque casi nadie quiere morir, más bien aspiramos a prolongar un poquito más nuestra estancia, siempre un poco más.
De todos modos, un esclavo en Grecia, un plebeyo en Roma, un siervo medieval, vivirían sólo treinta años, pero... ¡qué largos tenían que hacérsele!
Esa, más o menos, fue la respuesta que un cientifico ruso dio a un priente mío, allá por los años setenta, al ser preguntado sobre qué tal se vivía en la URSS: Muy bien, pero demasiados años.
:-)))
"En otros siglos, los poderosos, los que tenían capacidad de decidir sobre lo que podía y no debía hacerse, se iban del mundo amándolo todavía y trataban de prolongar sus días en piedras e inscripciones."
Hoy la acción del fuego engulle la poesía de la piedra, la muerte es un cúmulo de palabras carbonizadas que se elevan al cielo para luego caer y llenarnos de oprobio en cualquier día de la semana. ¿Nihilismo? Ojalá.
Pues yo me temo, Ana, que el problema de nuestros días no sea el fuego que engulle a la piedra, sino má sbien la inanidad, esa nada a la que veneramos para convencernos de que seguimos siendo importantes.
Vete a saber...
Por cierto: lo creáis o no, la foto es de un sitio real. Concretamente Brañuelas.
Luego la gente se pregunta por qué los leoneses nois hacemos escritores...
jejjejeje
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Lo creo o no tal vez el nihilismo sea eso, un modesto reconocimiento de que no se es capaz de hacer nada perdurable he importante.
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