La verdad


Ya estoy harto de ir por ahí diciendo la verdad, de sostener que es preferible su hiriente blancura a los paños estampados con que cubrimos los miedos.
Tarde he aprendido que la sinceridad no es nunca una virtud, sino un aséptico ejercicio de vandalismo social. No lo dije yo, sino José María Menéndez en sus gloriosos Apócrifos, pero cito de memoria, así que espero se me perdone la mengua, si la hay, en aras del contenido de tan rotunda afirmación.
Decir la verdad es dar pan al que no tiene dientes, bicicletas a ni os sin piernas, entradas para los toros a un condenado a perpetua. Es también, y sobre todo, desnudar el teatro social en que nos movemos para dejar al aire las tramoyas, sin maquillaje los rostros, sin alzas esos zapatos que estilizan al galán; y entonces, se acabó el espectáculo, se acabó la ficción de ser todos hombres satisfechos, dinámicos y modernos, cuando realidad la mayoría son lo que les dejan, aunque, eso sí, estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de no reconocerlo.
Ahí es donde está el vicio que los sinceros padecen: en el ansia de decir a los demás lo que no quieren oír ni por asomo les interesa. Y tan condenable es persistir en semejante, insocial actitud como, por ejemplo, hacer comer a alguien lo que no quiere o beber lo que no le gusta.
Es mejor no decir la verdad, y sonreír a esos mágicos arquitectos de la oposición que con el tiempo acaban por convertir una plaza en un callejón sin salida, a esos sonámbulos de la existencia que avanzan a ciegas hacia donde mejor suena el reclamo, a esos portentos de la grandeza, remedo de pozos y abismos, que cuanto más les quitan más grandes son.
Es mejor no decir la verdad, no sea que en caso contrario te retiren el saludo, la cartera y la palabra, te tachen de amargado, de misántropo y de pesimista.
Porque la verdad es sólo liberación para los que pueden correr tras ella; para los que están encerrados en las cuatro paredes de la obligación o la costumbre sólo es la negra semilla del desaliento.
Y no quiero ser ya más un sembrador de desalientos.

7 comentarios:

Gentiana dijo...

Ojito, Javier, con contarme a mí nunca algo distinto de la verdad, ¿eh? Que para autoengaños ya estoy yo, para mentiras piadosas las de mi madre cuando me llama guapa, y para embustes el resto del mundo...
:-))

Filisteum dijo...

No te caerá esa breva, no...

jajajajaajaj

Crítica dijo...

Javier, la verdad es dura, pero BELLA y aunque parezca una perogrullada utópica...¡nos hace libres!
Piquetera

Filisteum dijo...

La verdad nos hace libres, pero antes de eso lo quenos hace es ser unos tipos muy cabreados.

Reportera de interiores dijo...

Lo prometido es deuda y al fin he venido a visitarte. Me gusta tu ironía y tus reflexiones, LA VERDAD (aunque te duela) ;-)

Ay, dios, creo que te entiendo. No sé de dónde saqué de pequeña que la verdad es lo mejor del mundo y hay que seguirla y nombrarla a cualquier precio... Uf, y me está costando años desaprenderlo. Doña sinceridad no suele caer muy bien. Creo que hay algo de moral tb. aquí en medio, con lo de no poder mentir, nuestros amigos de la Iglesia.
Pero cuidado, que no me he hecho amiga de la mentira por eso. Es el arte de saber elegir el momento, creo.

Un saludo.

Filisteum dijo...

Hola reportera

Pues esta es una costumbre que es muy difícil de desarraigar, así que cuidado con ella

:-)))

Dante Chalco dijo...

Don Javier: Una pena que se haya hartado de decir la verdad. Ahora, por eso, lo despreciarán quienes lo conocieron diciendo la verdad. Un cambio muy malo cambiar de Padre.......