No importa


Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los profetas, ni los enrevesados oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas. Son simples brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas dibujadas sobre un muro: forraje para necios.


Nada importan los hechizos de las brujas ni las sentencias de los jueces. No son más que palabras vanas, apelaciones a un cielo sordo que no quiere más milagros, que no ha de obrar más portentos porque no encuentra en el mundo a quien pueda merecerlos.

Nada importan los tratados, ni sus rúbricas pomposas. Sólo son promesas necias, deliberada amnesia de las causas que iniciaron el conflicto, mentiras piadosas sobre la naturaleza voluble de los deseos, las intenciones y las conveniencias, torpes reiteraciones de quienes tropiezan dos, y hasta cien veces con la misma piedra, deseosos de lanzarla contra su propio tejado.

Nada importan los solemnes testamentos, cargados de preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces muertas, ecos del fango exigiendo tributo, intolerable osadía; sólo espúrea trascendencia, pasto de archiveros, distracción de paleógrafos, vanidad de vanidades.

Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Sólo cuentan sus imperativos y sus limitaciones, la infernal amalgama de pareceres y necesidades contrapuestas que bulle en la retorta del Estado, que convierte al rey en el primero de los funambulistas, irremediablemente al borde del abismo.

Porque los reyes tienen la primicia de las canas y el diezmo largo de los pesares, enfrentados a toda suerte de enemigos a fin de dejar el reino en mejores condiciones que las que ellos mismo heredaron. Si, ciertamente, los reyes son grandes hombres, aunque sólo sea por soportar tal zozobra sin sucumbir a la tentación de abandonarlo todo y escapar a algún lugar remoto con el tesoro del reino.

Y sin embargo los reyes, aun los que deben su púrpura a la Divina Gracia, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, por suaves resedas, por púrpura y raso, hastiados del mundo, de un mundo permanentemente ajeno, apenas aprehensible, abaten su vista en suaves palomas, mujeres torcaces, silvestres y tiernas que puedan acaso menguar su miseria, la eterna miseria que apunta en los cetros, que encalla en los tronos, y afila las puntas de toda corona.
Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su cuerpo por mil cicatrices, enclavan sus garras en frescas gardenias, mujeres aún plenas que puedan acaso morir por ser bellas, pagar con sangre tan vil insolencia y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras, los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos, por siempre vencidos.


Mas por fuerza han de ser príncipes los hijos de los reyes. Serán príncipes azules de frío, señores del hambre, repletos de sombras, de sombras brillantes, enhiestas, febriles, de sombras inquietas buscando sin rumbo el sol que las forma.


Príncipes al cabo.


Fragmento de "Requiario, un delirio medieval."

No hay comentarios: