Una conjura moral



Las causas de la desvirtuación democrática que nos acorrala son muchas y variopintas, pero tengo para mí que la principal pasa por la desmotivación incentivada.

Con pequeños y grandes actos se ha ido convenciendo al votante, o al ciudadano en general, de que no vale la pena implicarse en la política. Esta es la clase ideal de dictadura, pues quienes disponen del poder real pueden ejercerlo manteniendo la ficción de que son los demás los que no se comprometen. Se trata de conseguir que el que delega se encoja de hombros para, acto seguido y en su nombre, hacer lo que te dé la gana. De facto es una dictadura, pero en vez de utilizar la coerción por el miedo se utiliza la coerción por la indiferencia impuesta.
Por otro lado, por el de la vida pública, tenemos un proceso absolutamente perverso: los mismos que exigen limpieza y coherencia a los políticos los condenan de antemano, dando por hecho que cualquiera que se meta en esas faenas es un corrupto. De modo que en el hipotético caso de que alguien intentase reformar las fallas del sistema tendría que pasar antes que nada por miserable y nada hay más fácil que serlo cuando todo el mundo lo da por hecho.
En el mundo rural sucede a menudo: puestos a pagar la pena, habrá que cometer el delito. Y la pena de que te consideren un ladrón se paga siempre si te metes a concejal de algo, así que lo difícil es no cometer la tropelía una vez que ya has pagado por ella.
¿Soluciones? Jubilaciones forzosas a partir de un cierto tiempo en un cargo público y escaños vacíos para que la abstención cuente.


Por decir algo.

Arqueología literaria


En todas las épocas y generaciones hay naufragios. Y en todo tiempo, los tripulantes del momento sacan a flote a los que creen mejores para salvarlos del olvido.
Algunas épocas fracasaron, y los que alcanzaron la fama entonces, alabados por sus contemporáneos, fueron poco a poco decayendo en el olvido, sustituidos por los que lentamente iban exhumando los conservadores de museos del futuro. Y hubo tiempos también de envidiable lucidez, años en los que hombres como Thomas Mann, Proust, y Kafka se hicieron famosos poco después de publicar sus libros.
Aquellos años veinte se redimen con sólo mostrar tan buena puntería, y es mucho lo que esta dice de las personas que ocupaban los cargos y posiciones preeminentes: uno años en los que Proust y Mann no deben esperar un siglo a que les llegue el reconocimiento es una época dirigida por grandes hombres, de férreo criterio.
La pregunta subsiguiente, cómo no, es quién nos lidera a nosotros y qué juicio debemos asumir de nuestros prohombres a la vista de los pendones que alzan para distinguir nuestro tiempo.
Porque las obras de los egipcios serían las mismas, sin duda, sepultadas bajo las arenas del desierto que náufragas del mar. ¿Pero pensaríamos lo mismo de la civilización de los faraones si las pirámides, colosos y templos que conocemos hubiésemos tenido que desenterrarlos bajo una cordillera de urinarios que los propios egipcios hubiesen levantado encima?
Cada pueblo, cada nación y cada época no es sólo lo que dejó, sino también lo que hubiese querido mostrar como estandarte.
Y lo nuestro parecen los urinarios.
Hay más, no lo duden: el que quiera que excave.

¿Contrato social?


Quizás uno de los errores más frecuentes, y de más pesadas consecuencias, sea confundir la sociedad con la asociación. La sociedad es anterior al socio, y sus normas preexistentes a la voluntad de este de convertirse en miembro.
La asociación, en cambio, es una alianza o suma de fuerzas para la consecución de un fin común; y los que en ella se implican, fijan sus aportaciones y sus limitaciones.
Como puede existir la sociedad sin que se verifique asociación alguna, resulta obvio que ambas entidades no son equivalentes. Y siendo obligatoria la primera y voluntaria la segunda , podemos afirmar que no sólo no se equivalen, sino que son contrarias.

De cómo dejar de pertenecer a una asociación les hablan los estatutos de la asociación en concreto; se cómo dejar de pertenecer a la sociedad, les habla el maestro armero.
Pero no se crean nunca aquello de que la sociedad es un convenio entre muchos. Un contrato.
Eso, menos que nada.

El tiempo antiguo


Lo que verdaderamente distingue a la antigüedad clásica es su carencia del concepto de tiempo tal y como nosotros lo entendemos, en esas capas que separan el pasado inmediato del pasado remoto. Por eso es posible su mitología y esa cosmología tan humana y mítica a la vez: porque los hombres que habían vivido cinco siglos atrás no se diferenciaban gran cosa de los dioses, ni en presencia ni en posible realidad.
Nada hay de extraño, pues, en que los dioses contiendan con los héroes en la obras de Homero. O en el existencialismo que tanto y tan bien nos define.
Después de los clásicos, sólo el romántico supo prescindir del tiempo. Y estaba loco.

ateísmo y amatemática


El teólogo es tan científico como el matemático, pues como él, analiza las abstracciones de la mente humana en busca de su eficiencia.
Es posible que no exista en ninguna parte un señor con barbas, eterno y Todopoderoso, lo mismo que no hay modo de cartografiar el lugar donde residen los número enteros, o los racionales, pero no se puede negar que ambos, la divinidad y los números enteros, actúan sobre el Universo a través del hombre.
Si el existir como idea, idea eficiente además, es carta de naturaleza suficiente, Dios y las matemáticas existen. Si hace falta un cuerpo físico y un lugar donde situarlos, tenemos que considerar que ambos son entelequias.


Y ateos hay, pero amatemáticos, no osan.

No hacer


Hemos cambiado. Nos han abierto una puerta más: la del abismo.

Cuando el joven se interroga sobre cómo desea su futuro, ya no viene obloigado a una vocación. La elección ha dejado de plantearse como la bússuqeda de la opción más deseable entre todas las posibles.

El nuevo mecanismo, la manija de la mente moderna induce a pensar que existe una disyuntiva entre la actividad y la falta de ella. Parece configurarse en algunas mentes aparentemente lógicas la intuición de que es posible renunciar a cualquier acción, y vegetar por siempre sobre un ocio permanente que no satisface ni llena, pero ocupa las horas.

No hacer nada en absoluto, o intentarlo como objetivo mayor, se ha vuelto posible. Siempre lo fue, pero ahora parece haber tejido sus ropajes de justificación.
La inacción.

Unos la pintan de reflexión y otros de espera, y los que antes se veían perseguidos por la ley de vagos y maleantes emplean lo que se ha gastado en formarlos para cubrir de razones una voluntad parasitaria mal avenida con su supuesto respeto supremo a la sociedad.
No hacer.

Esa es la razón última del actual auge de tantas filosofías orientales, fundamentalmente introspectivas, y sobre todo, contemplativas a ultranza.

Es la hora de la contemplación. El viejo aserto de «que inventen otros» se ha visto actualizado al «y que lo hagan otros».
Es el principio.

Pero nunca faltan palas para enterrar al que no se mueve.

Veremos.

alabanzas al perdedor


Tanto se ha extendido la lírica y la estética del perdedor que a veces le da a uno vergüenza haber conseguido algo y no ser uno más de los que se arrastran por ahí convaleciendo de sus guerras perdidas, sus proyectos fracasados y sus amores traicionados.
Ir a la guerra luce poco, y me alegro, porque la guerra es una actividad asquerosa; pero lo que me llama la atención es que, una vez se ha pasado por la trinchera, lo verdaderamente chic es perder, rasgarse las vestiduras y sufrir mucho.
En literatura es casi una plaga: el personaje interesante, el que verdaderamente atrae la atención del lector, es el que no tiene dónde caerse muerto, sufre todas las injusticias y trata de imponerse a su desgracia. Que trate de imponerse es estupendo, pero es que la mayoría de los autores hacen hincapié, mucho hincapié, en esa desgracia. Y luego, encima, te dicen que es literatura social para concienciarte de algo, cuando yo, lo que veo, es un absoluto abandono al morbo. Un morbo, que por cierto, tengo aún por investigar en su filiación y procedencia.
Desde que Dickens descubrió lo que vendían los huerfanitos, las mujeres abandonadas y la gente pasando frío bajo la niebla, hay gente que no se baja de la burra ni a tiros.
Así, acabaremos deseando inconscientemente que todo sea una mierda para que componga mejor cuadro.
Y eso, creo yo, es una incitación al suicidio como otra cualquiera.
O peor.

Intrascendencia


De otro mal nos moriremos
No es la falta de decisiones lo queno aplasta, ni la incertidumbre que algunos dicen les agarrota.

Lo malo es la inocuidad.

Lo malo es que tanto da decidir una cosa como otra, mirar atrás o adelante, en una luz excesiva donde todo al fin se arregla con otra moneda tras el Game Over.

Lo malo es la necesidad de tragedia para escapar del silencio.

Lo malo es la devaluación del espectáculo del miedo y el sufrimiento, necesitados de superarse a sí mismos para no caer en la trivialidad de la doma de pulgas.
No es el peso. No es la importancia excesiva.
Moriremos de intrascendencia.

Y sin saberlo.

El poder de la prensa




El poder de los medios de comunicación es un mito heredado de otro tiempo, como el valor y la importancia de cierta clase de trabajos o de puestos.
Los periódicos, y después las radios y las televisiones, eran un verdadero poder en tanto en cuanto tenían capacidad para mover a las masas de modo que estas, a través de la presión expresada de distintos modos, movieran a su vez a los gobernantes.
Pero los medios ya no movilizan. El pueblo en tanto masa, y en tanto gran estómago satisfecho, es incapaz de movilizarse de modo efectivo. Y en cuanto masa y en cuanto cerebro abotargado, tampoco guarda memoria.
Un político cualquiera podría muy bien gobernar tres años y medio de espaldas a los periódicos. Podría ser incluso un dictador que se saltase cualquier norma y hacer caso omiso de las críticas de los columnistas y los titulares de los telediarios. ¿Se imaginan a un dictador sin partido único y sin censura? En otro tiempo eso era impensable, pero hoy resulta hasta probable. Este hipotético personaje podría gobernar a sus anchas sin necesidad de reprimir reacción alguna por el simple procedimiento de hacer caso omiso de lo que se le dijera. Y mientras la economía marchase bien, el sistema le funcionaría. Porque el lector y el espectador están tan acostumbrados al escándalo constante, a la interminable sucesión de supuestos y reales atropellos que se limitará a indignarse dentro de los límites de su sillón, acudir al trabajo al día siguiente y, todo lo más, comentar la nueva felonía del poder con algún amigo de cafetería.
El poder de los medios de comunicación sólo existe en tanto en cuanto el político o el empresario de turno desean ser amados. Sólo existe en tanto en cuanto caen en el vicio de buscar anuencia, de querer ser aplaudidos. El poder de la prensa estriba solamente en la vanidad del gobernante, pero su capacidad para influir fuera de esta faceta se ha vuelto ínfima, casi nula, tras la desaparición de su verdadera fuerza: la capacidad de reacción popular.
Estamos ante un vigorizante o un excitante que antes cabreaba y fortalecía al luchador. Como el luchador ha muerto, la pastilla sólo da risa.
Pero eso sí: colocada sobre su tumba mejora el decorado.

El carácter de la veleta


Los sondeos son un fenómeno nuevo y de veras importante, no tanto por su capacidad para prever los resultados futuros como por su poder para modificarlos. De ahí el interés que todos los grupos que se quieren de poder o de presión conceden a esta herramienta.
Descubierta de pronto la obviedad de que la mayoría de los seres humanos quieren estar con la mayoría, redundancia que no evito por esclarecedora, resulta que el conocimiento de dónde está la opinión general no hace más que engrosar las filas de los muchos en detrimento de los pocos.
Así, un sondeo que afirme que el sesenta por ciento de la población cree que es elegante tener una mosca como mascota dispara inmediatamente la venta de moscas, no porque sea verdad, sino porque el sondeo, la afirmación de lo que piensa la mayoría, hace que la verdad se cree a sí misma.
El efecto arrastre que la opinión ajena tiene sobre el juicio particular es tan grande, que vale más la pena invertir cuantos recursos sea posible en convencer a alguien de que los demás lo tienen claro que en cambiar su propio y particular criterio. De ese modo son los demás, incluso los que no existen, los que gobierna nuestras vidas.

Rencor de clase

No hay rencor de clase comparable en virulencia al rencor a la clase propia, a ése empeño en disimular de dónde procede uno, lo que fueron sus padres y lo que supieron sus abuelos. No hay rencor como el que hiere al que se disfraza de aristócrata en la esperanza de que sólo él sepa que es una impostura. O peor aún, un estreno

Luego, como todas las imitaciones, ese flamante producto de la autoestima mal entendida lleva el amado distintivo más grande de lo que cabalmente correspondería, y se bate por lo queno entiende, y se suma aquien le sustrajo, y alza la nariz con el gesto que aprendió mientras pisaba boñigas sin saber que para alzar la nariz hay muchos gestos distintos, para nada, nunca equiparables.
Y es ahí donde se pierde, entre las sonrisas malévolas de los que lo conocen y el extrañado estupor de quienes no saben lo que es ni lo que fue pero, como dos chinos que contemplasen un cristo con dos pistolas al cinto, notan que algo no encaja.
Porque lo notan.

Otro decálogo más

Como son ya unos cuantos los decálogos que circulan para curar o paliar este vicio de la escritura, no me sustraigo a añadir otro que aumente la turbamulta de los preceptos. Como siemprte, en este país no ha de quedar por códigos y normas, sino por ganas de cumplirlas, hacerlas cumplir o toimarlas en serio siquiera, asi que allá va sin mayor cargo de conciencia:


1- Hay que leer a Kapek.


2- Hay que leer a Stanislaw Lem.


3- Hay que leer a Neruda, pero al de verdad, no tanto a Neftalí Reyes. AL DE VERDAD.


4- Hay que entender que nuestro nuevo mundo por descubrir es centroeuropa y no tanto las américas.


5-Hay que leer a los amantes del mal, y esos ya no son los que se llamaron malditos en su día y hoy están perfectamente establecidos en su hornacina, sino a gente como Ewers, o Papini, irredentos todavía.


6-Hay que renovar la rebelión y dejar de creer que lo incorrecto de hoy es lo mismo de ayer. Quizás hoy rebelarse sea rezar un rosario, por ejemplo. Quién sabe...


7-Hay que tener algo de asesino, o nuestras letras no perdurarán.


8-Hay que creer. En lo que sea, pero creer. Un escritor sin fe es un auxiliar administrativo.


9- Hay que hablar del ser humano como es, y no como nos gustaría verlo. Hay que dejarse de moralinas, y de deseos prohibidos. Un deseo prohibido de otro tiempo era tener dos esposas. Ahora un deseo prohibido es ser rico y ostentarlo.


10-El lector siempre es más rápido que tú. Tarda una tarde en leer lo que tardaste un año en escribir. No lo busques. él te alcanzará si quiere.

Impotencia y nihilismo


La duración del hombre y la de sus obras parecen demostrarse magnitudes inversas.


Cuando vivir treinta o cuarenta años era la única pretensión razonable, las generaciones se empeñaban una tras otra en construcciones descomunales que han llegado luego a milenarias. Hoy, que el que viene al mundo puede contar con que vivirá ochenta años si no tiene demasiada mala suerte, triunfa la provisionalidad como nunca antes en forma de objetos y construcciones que aspiran a renovarse hasta dos y tres veces a lo largo de la vida de su artífice.

Dejando a un lado consideraciones más prosaicas sobre sistemas económicos y creencias religiosas dominantes, se me ocurre que semejante fenómenos puede deberse a que el hombre se va ahora del mundo hastiado de tanto vivir, en medio de una vejez convulsa que antes no llegaba a conocer.


En otros siglos, los poderosos, los que tenían capacidad de decidir sobre lo que podía y no debía hacerse, se iban del mundo amándolo todavía y trataban de prolongar sus días en piedras e inscripciones; hoy, cuando son las enfermedades degenerativas las que deben obligarlos a descender a la tumba, se van tan vacíos, tan ahítos de rencor por la inmortalidad que no alcanzaron, que sólo dejan tras de sí las babas de su fracaso.


Tal vez el nihilismo sea eso: un modesto reconocimiento de que no se es capaz de hacer nada perdurable.


Una rendición gruñona.

Aburrimiento y justicia


El aburrimiento es una cósmica expresión de la justicia, un agujero negro en el alma que absorbe los deseos y la fuerza creativa, arrastrando todo impulso hacia los pedregales de la molicie. No viene por que sí, ni elige sus víctimas al azar: sólo acude cuando se le ha llamado largamente, a conciencia, y se le ha preparado una cómoda morada de vacío y abandono.
Todo muy poético, sí, dulcemente destructivo cuando le ocurre a uno mismo, pero, ¿qué hacer cuando las personas a que uno quiere son víctimas de este mal? Imposible entonces sustraerse a la impresión de que la culpa es en parte propia, imposible entonces sacar fuerzas del conocimiento del mal para ponerle un remedio.
Cuando las personas a las que uno ama se aburren sólo queda aburrirse con ellas, como harían los mediocres, o sacarlas de su estado a duros aguijonazos, que a veces nos duelen más a nosotros que quienes los reciben.
Pero el aburrimiento no entiende más razones que el dolor, y a cada uno se le ha de hablar en el lenguaje que mejor comprende.

Los abandonados


Vivimos en tierra de emigrantes, que es tanto como decir en piedras solas, en una geografía desangrada. Acabo de escribir una carta a un amigo que se marchó, y que a buen seguro no volveré a ver con la frecuencia de antes, y me da por pensar que esta dispersión no agota sólo nuestra economía, sino también nuestro espíritu.
Quedarse en León es hacerse viejo en cierto modo, porque son los viejos los que cada día están más solos después de ir enterrando a los que fueron sus amigos, sus compa eros de trabajo, risas, juegos y amoríos. Aquí los enterramos en Madrid, en Barcelona, en Zaragoza, y aunque regresan a veces atraídos por la ouija navideña o los conjuros de Pascua, enterrados permanecen para nosotros, que poco a poco nos quedamos sin cosa que decirles, sin vida que compartir con sus espectros.
Y son tristes los fantasmas de los vivos...

Pensamiento científico



Conviene de vez en cuando darse una vuelta por las matemáticas, o por la física, o por cualquier disciplina científica, armada como tal de normas inmutables y conductas predecibles, para no perderse en el absurdo malabarismo metafísico, puramente intelectual, en que todo es posible y a la postre tan probable como uno quiera.
Conviene estrellarse de cuando en cuando con una ecuación, irreductiblemente tozuda en mantener sus principios, con una reacción química, con un tiro parabólico si se me apura, para no creer que es posible obtener cualquier cosa de la razón, que las ideas suman necesariamente lo que uno les exige, o que los argumentos caen siempre donde nosotros queremos, por arte, magia y artificio de nuestro poderoso intelecto.
Quizás por eso no acabo de fiarme del todo del pensador que desconoce la ciencia, del hombre de letras que se dice puro reconociendo de ése modo su ignorancia, que se llama humanista porque cree que el hombre piensa pero no construye, que ofrece más credibilidad a las ideas de un abogado que a las de un ingeniero.
En el mundo de las ideas todo es verosímil, incluida aquella escapatoria de Hume, gatera lógica, según la cual nada es aprehensible porque nuestros sentidos nos engañan. Calderón dijo lo mismo y lo dijo mejor, según yo pienso, porque le bastaron unos versos para afirmar que el hombre que vive sue a lo que es hasta despertar.
Despertemos pues de la borrachera de la razón y antes de pensar, démonos una vuelta, un breve paseo por la ciencia, porque igual de incapaz de sostenerse puede ser un razonamiento que un puente, pero tiendo a creer que el que hace puentes pone más cuidado, de suyo, en no pensar con negligencia.
Por la cuenta que le trae, más que nada.

El hombre asfaltado


La civilización, que ha talado bosques y allanado montes, que ha ideado la medicina, la industria y el macramé, creó también una especie distinta de ser humano, mucho antes de que pensara posible la ingeniería genética: el hombre asfaltado, el que reniega de sus más íntimos impulsos por considerarlos irracionales, el política, económica, religiosa, estéticamente correcto, el que es sólo sociedad y no individuo. Pertenece y no es, condena y no juzga, cría y no crea, medra y no crece; esas son sus se as de identidad, y por todas o alguna de ellas lo podréis reconocer.
Esa clase de hombre, cargado de razón sin duda, está a medio camino entre lo sublime y el insulto, a dos pasos del intelecto puro y a tres del suicidio, curiosamente en la misma dirección. Sobredimensionado en su ego, superacionalizados su deseos, incapaz en suma de convivir con su sangre y con sus huesos, que ni piensan ni razonan, va dando tumbos de máscara en mascara en busca de la que se adapte a su rostro.
Si encontráis alguno, cambiad de acera, y de calle si es posible, porque habéis visto al verdadero Enemigo del Mundo.

Ser tonto


Ser tonto no es tan fácil como puede dar la impresión a primera vista. Media humanidad, cada uno en su nivel, se pasa la vida tratando de pasar por alto ciertas cosas que ha visto en un momento de lucidez, ciertas posibilidades que se le han alcanzado en un instante tan remoto como indeseable.
Porque esforzarse en comprender algo que está por encima de nuestra capacidad puede ser penoso, pero no tanto como hacer la vista gorda ante lo que se comprende perfectamente y uno preferiría no ver.
Entra aquí la diferenciación entre ser tonto y hacérselo, pero lo de veras deseable es la tontería genuina, sin necesidad de máscaras complacidas y complacientes. La principal contrapartida —siempre las hay— es la maldita circunstancia de que ser tonto es muy trabajoso, nada satisfactorio y te ocupa todo el día.

La verdad


Ya estoy harto de ir por ahí diciendo la verdad, de sostener que es preferible su hiriente blancura a los paños estampados con que cubrimos los miedos.
Tarde he aprendido que la sinceridad no es nunca una virtud, sino un aséptico ejercicio de vandalismo social. No lo dije yo, sino José María Menéndez en sus gloriosos Apócrifos, pero cito de memoria, así que espero se me perdone la mengua, si la hay, en aras del contenido de tan rotunda afirmación.
Decir la verdad es dar pan al que no tiene dientes, bicicletas a ni os sin piernas, entradas para los toros a un condenado a perpetua. Es también, y sobre todo, desnudar el teatro social en que nos movemos para dejar al aire las tramoyas, sin maquillaje los rostros, sin alzas esos zapatos que estilizan al galán; y entonces, se acabó el espectáculo, se acabó la ficción de ser todos hombres satisfechos, dinámicos y modernos, cuando realidad la mayoría son lo que les dejan, aunque, eso sí, estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de no reconocerlo.
Ahí es donde está el vicio que los sinceros padecen: en el ansia de decir a los demás lo que no quieren oír ni por asomo les interesa. Y tan condenable es persistir en semejante, insocial actitud como, por ejemplo, hacer comer a alguien lo que no quiere o beber lo que no le gusta.
Es mejor no decir la verdad, y sonreír a esos mágicos arquitectos de la oposición que con el tiempo acaban por convertir una plaza en un callejón sin salida, a esos sonámbulos de la existencia que avanzan a ciegas hacia donde mejor suena el reclamo, a esos portentos de la grandeza, remedo de pozos y abismos, que cuanto más les quitan más grandes son.
Es mejor no decir la verdad, no sea que en caso contrario te retiren el saludo, la cartera y la palabra, te tachen de amargado, de misántropo y de pesimista.
Porque la verdad es sólo liberación para los que pueden correr tras ella; para los que están encerrados en las cuatro paredes de la obligación o la costumbre sólo es la negra semilla del desaliento.
Y no quiero ser ya más un sembrador de desalientos.

Fama póstuma


Acabo de leer que con el tiempo los genios han conseguido burlarse de todos los que les arrinconaron en su tiempo, porque la calidad siempre triunfa, a la larga, sobre la mediocridad aplaudida en su momento. Acabo de leer que Flaubert aún se ríe de los críticos, los mentecatos y los tuercebotas artísticos que en su día le vilpendiaron, pero aunque tengo por cierto que el tiempo es un naufragio en el que Dios reconoce a los suyos, no dejo de pensar que no, que Flaubert ya no se ríe, que Flaubert en realidad cría malvas como campanas.
Góngora fue muy famoso en su época —en el siglo XVII si no recuerdo mal— olvidado después casi totalmente y recuperado a principios del XX por la Generación del 27. ¿Cuándo era Góngora más feliz, en el XIX o en el XX? Mucho me temo que lo mismo, que tanto le daba el aplauso como el olvido o el vituperio. Otro tanto ocurre con Bach, recuperado por Mendelsohn, y con tantos y tantos otros, como Van Gogh, que son ejemplo de vanidad post mortem, de monumento al soldado conocido pero muerto, al héroe admirado pero difunto, que ni para lucirlas en los bailes le sirven las medallas.
Y no sé, no sé cuando contemplo todo esto si vale más la injustificada vanidad del idiota aplaudido en su tiempo o la inútil vanidad del genio en su sepulcro, doscientos años después de sus funerales.
Seguramente igual, porque la fama es el cielo de los ateos, donde sólo van los buenos y se condenan los malos. Allí los genios se sientan a la derecha del Arte mientras una paloma de inspiración preside, en un taller, los primeros pasos del aprendiz, futura víctima de los críticos de su tiempo, ejemplo maestro y modelo de las masas venideras.
Pues vale.

Contorsionista


Delgada y guapa, con rizos negros, la atracción que suscitaba no residía en sus curvas bien trazadas, ni en el impecable ajuste de sus proporciones a crípticas constantes griegas. Ni Phi ni Pi lograban imponerse a su Aleph.
Su número consistía en distintas contorsiones al borde de lo posible, pero era difícil apartar la mirada de sus ojos, de su risueño menosprecio hacia las leyes de la física, de la lógica y hasta de la probabilidad.
Era una marioneta que en el colmo de la burla tomaba en sus manos los hilos y se obligaba a danzar, que se imponía las muecas como en un gui ol diabólico donde es el mu eco el que, ante el público, introduce la mano en su propia cabeza.
Era hermosa pero eso no importaba. La menor de sus transgresiones era su elástica gimnasia sobre el atril, y centrar la vista en ella hubiese sido como admirar a la serpiente por lo bien que se enroscaba a los manzanos del Edén.
Era sugerente como un pecado entrevisto en el sue o de una fiebre ancestral. Entre árboles prehistóricos cayendo en una selva donde aún no vive nadie. Entre símbolos de lenguas no inventadas todavía.

Que no nos juzguen



Que no me juzguen. Pretensión excesiva, ruego imposible.
Hasta los días de sol o de lluvia pasan por el tamiz de una sentencia para convertirse en buen o mal tiempo, y pretendo yo que no me juzguen.
Entrando en tales batallas, ¡cómo no va a acabar uno coleccionando armisticios! Me juzgarán, nos juzgarán a todos y, como hicimos nosotros con los que nos precedieron, idearán antes la condena que la acusación, antes la pena que el delito, antes el presidio que la ocasión de merecerlo.
Seremos condenados todos, por lo que hicimos y por lo que tratamos de evitar, por el mundo que dejamos, por la muerte cien veces reconcentrada que sacamos de la tierra y ellos ya no podrán quemar, por lo que conservamos y por lo que no supimos dejar.
Nos juzgarán a todos por cada piedra dislocada de su escondrijo como nosotros a los romanos por el oro que se hizo siclos y sextercios, y a nosotros, como a los hombres de Roma, nos dará profunda, absolutamente igual.
Parapetémonos pues en la experiencia que aún no tenemos y seamos indiferentes como vicemuertos, como anteolvidos, como prenadas.

El dinero


He escuchado una nueva explicación sobre la utilidad de tener mucho dinero y no me resisto a reflejarla.
Tener mucho dinero no sólo sirve para hacer lo que uno quiere y para que los demás hagan lo que uno quiere, sino también para conseguir que los demás hagan lo que no quieren hacer.
Seguramente sea esta última utilidad la que lo hace más deseable para cierta clase de caracteres y temperamentos, incapacitados en cualquier relación distinta del dominio. Porque, por lamentable que pueda parecernos y por mucho que repugne a la sensibilidad, hay oersonalidades que necesitan esclavos no para obligarlos a hacer algo, sino por el simple gusto de robar a otro la libertad.

Iba a decir algo sobre los que convierten semejante empeño en el motor de su vida, pero acabo de recordar que también hay quien encuentra su mayor satisfacción en amar carnalmente las chumberas, así que mejor dejarlo aquí. Sin calificativos.

Todo embrutece


Todo embrutece: el trabajo y el no hacer nada, el frecuentar la compañía de tontos y el no frecuentar su compañía, el mezclarse con la masa y el no socializar la vida, y así, puestos a largas enumeraciones, podría pasar unas cuantas líneas más, líneas sin duda embrutecedoras de un estilo que no precisa ya de muchas desperfectos, que le basta con los suyos propios.
Todo embrutece, pero sobre todo la edad, la edad que te aparta poco a poco del mundo, que te resta capacidad de adaptación, gusto por la novedad, amigos, espacio social, expectativas, deseos, puntos de vista y vista para leer libros impresos en cuerpo siete. Y como es el tiempo el que más ferozmente vela el brillo de nuestro carácter, mejor será preocuparse simplemente por vivir y ser en cada momento lo que se pueda, lo mejor de todo lo que se pueda.

El gusto por lo antiguo


El gusto por lo antiguo, por los modos y objetos de otros tiempos refleja, creo yo, una profunda disconformidad con las formas, no solo estéticas, de la época presente.

El amor por el polvo, el regusto por el acre olor de la madera vieja o la admiración del gótico, no son sino expresiones de repugnancia por el plástico, el nylon, las obras de Le Corbusier y sus secuaces, corolarios todos de un mundo donde el hombre siente el malestar producto de haberse apartado de la naturaleza, o de sí mismo, o simplemente de nada, desleído en el marasmo de su abundancia demográfica.

Acaso esos modismos trasnochados y esos objetos caducos sean sólo fetiches supervivientes de las enfermedades que hoy ya no son incurables, de la porquería que no corre por las calles y del hambre que no pasamos.

Y los amamos por supervivientes, no por viejos.

O los amamos porque sí, porque nos tememos que nadie podrá dedicar ése cariño en el futuro a nuestras mesas de formica, ni rezar a los santos de cartón piedra que se hielan en las iglesias escuálidas donde Cristo se niega a encarnarse en pan industrial y vino de cooperativa.

La magia


Y si miro por la ventana y no reconozco el mundo, ¿qué culpa tengo yo y qué culpa tiene el mundo? Acaso la única responsable de esta implacable disociación sea la ventana, pero tampoco, porque el cristal por que uno mira se ha ido fundiendo con el tiempo, con opciones encadenadas que no se pueden atribuir a otro, ese otro que siempre te entierra con la pala que tú le das y en la tumba que tú elegiste.
Si miro a la ventana y no reconozca el mundo tal vez sea porque haya cometido la atroz equivocación de buscar el mundo fuera cuando todo lo que he sido capaz de construir está dentro y aún no he logrado dominar el arcano arte de la magia, ese arte que consiste en poner fuera lo que está dentro y dentro lo que está fuera.

Cara de NO


Tenía cara de NO. Aquel payaso bien pintado, con su peluca amarilla y sus zapatos enormes, recorriendo a veces la calle Fuencarral, parado en otras ocasiones sobre un cajón de madera donde rezaba su nombre, era un NO como un castillo.
Nunca hablé con él, ni lo reconocí siquiera a cara descubierta; nunca tuve referencias negativas de su persona o costumbres —posiblemente intachables— pero algo en su expresión, en sus gestos o en su inmovilidad desmentía la pintura, la nariz y el jersey a rayas.
Porque hay noes que van mucho más allá del actor, el papel y el escenario. Hay negaciones constantes que envuelven al individuo abarcando su pasado, su futuro, sus intenciones y las ideas triviales a que vuela su cabeza cuando se despista en un semáforo. Y no sé muy bien cómo, pero se nota, se nota y se expresa en un NO que bien pudiera sustituir al DNI en la oficina de correos cuando se va a recoger un paquete.

¿Pero NO, qué?

NO. Nada.

El NO también es intransitivo, recuerden.

Son mentiras


Son mentiras las esferas y mentiras los relojes, empeñados tercamente en convencernos de que regresan las horas como vuelven las agujas sobre símbolos inertes. Miente también el sol, que simula regresar cada mañana, restando importancia sus ocasos con la promesa de otra aurora. Falsarios todos, se confiesan ante el reloj de arena, sin más lacra que su brevedad para nombrarse exacto. Cada cual lleva su ampolla y cada ampolla su enigma, y si el mundo se esforzara en contemplarse en un enorme, desmesurado reloj de arena capaz de englobar en su monstruosidad el escombro de los siglos, no prosperaría tanto encono en regalar horas, años y existencias; otro sería entonces el sol que deambulara por el cielo, sin consumar ya su estafa de apariencias, imposibilitado para recrear espejismos circulares.

Fragmento de " Viento Divino"

No importa


Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los profetas, ni los enrevesados oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas. Son simples brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas dibujadas sobre un muro: forraje para necios.


Nada importan los hechizos de las brujas ni las sentencias de los jueces. No son más que palabras vanas, apelaciones a un cielo sordo que no quiere más milagros, que no ha de obrar más portentos porque no encuentra en el mundo a quien pueda merecerlos.

Nada importan los tratados, ni sus rúbricas pomposas. Sólo son promesas necias, deliberada amnesia de las causas que iniciaron el conflicto, mentiras piadosas sobre la naturaleza voluble de los deseos, las intenciones y las conveniencias, torpes reiteraciones de quienes tropiezan dos, y hasta cien veces con la misma piedra, deseosos de lanzarla contra su propio tejado.

Nada importan los solemnes testamentos, cargados de preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces muertas, ecos del fango exigiendo tributo, intolerable osadía; sólo espúrea trascendencia, pasto de archiveros, distracción de paleógrafos, vanidad de vanidades.

Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Sólo cuentan sus imperativos y sus limitaciones, la infernal amalgama de pareceres y necesidades contrapuestas que bulle en la retorta del Estado, que convierte al rey en el primero de los funambulistas, irremediablemente al borde del abismo.

Porque los reyes tienen la primicia de las canas y el diezmo largo de los pesares, enfrentados a toda suerte de enemigos a fin de dejar el reino en mejores condiciones que las que ellos mismo heredaron. Si, ciertamente, los reyes son grandes hombres, aunque sólo sea por soportar tal zozobra sin sucumbir a la tentación de abandonarlo todo y escapar a algún lugar remoto con el tesoro del reino.

Y sin embargo los reyes, aun los que deben su púrpura a la Divina Gracia, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, por suaves resedas, por púrpura y raso, hastiados del mundo, de un mundo permanentemente ajeno, apenas aprehensible, abaten su vista en suaves palomas, mujeres torcaces, silvestres y tiernas que puedan acaso menguar su miseria, la eterna miseria que apunta en los cetros, que encalla en los tronos, y afila las puntas de toda corona.
Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su cuerpo por mil cicatrices, enclavan sus garras en frescas gardenias, mujeres aún plenas que puedan acaso morir por ser bellas, pagar con sangre tan vil insolencia y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras, los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos, por siempre vencidos.


Mas por fuerza han de ser príncipes los hijos de los reyes. Serán príncipes azules de frío, señores del hambre, repletos de sombras, de sombras brillantes, enhiestas, febriles, de sombras inquietas buscando sin rumbo el sol que las forma.


Príncipes al cabo.


Fragmento de "Requiario, un delirio medieval."

Para empezar

Ana de la Robla (http://hablemosdvictorias.blogspot.com) me ha invitado a un juego que puede ser buen pretexto para abrir este blog.

Se trata de un juego por triplicado con vocación de cadena, y con intención preguntona. Hay cinco preguntas que cada cual debe responder como mejor sepa y pueda y transmitir luego a otros tres escribientes de bitácoras.
Un libro que no pudiste terminar de leer
Una película que te aburrió
Una canción (o grupo) que detestas
Un anuncio que te convenció para no comprar el producto
Un personaje público al que muchos admiran y que tú no consigues entender por qué

A lo mejor así nos ayudamos a convencernos de que somos reales, y que cada cual tiene sus manías.

Por mi parte, invito a continuar la aventura a Susy (http://versus-susy.blogspot.com/), al amigo Lagarto(http://ellagartoentulaberinto.blogspot.com/) y la siempre inefable Ankarel ( http://heridaycaricias.blogspot.com/)

Y por supuesto, aquí van mis respuestas:

Un libro que no pudiste terminar de leer: no puede acabar de ninguna manera el Manuscrito carmesí, de Antonio gala. A partir del primer tercio dellibro estaba deseando que machacaran de una vez a aquel rey plañidero.

Una película que te aburrió: Me aburrí como un animal viendo Ed Wood. ya sé que es una buena película, y que debería haberme divertido, pero el caso es que , por estado de ánimo o por lo que fuese, se me hizo interminable.


Una canción (o grupo) que detestas: Jarabe de Palo y su "Depende". Si de mi dependiera, se iba a tomar viento a la de tres. Cada vez que la ponían en un bar me estropeaba el café.

Un anuncio que te convenció para no comprar el producto: los de la ONCE con sus jubilaciones eternas y la idea de que un boleto te da la libertad. Me sonaba fatal, como si cuando comprase un cupón me confesase esclavo de algo.

Un personaje público al que muchos admiran y que tú no consigues entender por qué: Brckham y Cia, con la prensa taquicárdica en general.